El Pais (Nacional) (ABC)

Podemos: lealtad y futuro

Los acuerdos surgen porque las partes contribuye­n al todo, y sobreviven en la medida en que se acepten sacrificio­s parciales. Esto es importante que esté presente en el acuerdo de Sumar

- PABLO BERAMENDI Pablo Beramendi es catedrátic­o de Ciencia Política en Duke University.

Tarde y de forma algo dramática, Sumar se ha constituid­o con éxito. Teresa Rodríguez aparte, se evita la dispersión del voto a la izquierda del PSOE (de la izquierda que asume a España como su referente nacional, se entiende). No es cosa menor. Deberían ser días de reacciones nerviosas en la derecha y de alegría y entusiasmo en la izquierda. Y sin embargo, en amplios sectores, el foco ha estado en la elaboració­n de las listas. Tras una larga semana en las que las quejas por el veto a Irene Montero han robado un tiempo precioso para lanzar un proyecto que ha de salir bien para evitar el desastre parece que, finalmente, se da por “cerrado” el asunto de las listas.

Las coalicione­s y las federacion­es se parecen mucho. Cuando se negocia un acuerdo, todos los actores se plantean dos preguntas: la primera nos devuelve a la épica del sacrificio, ¿qué puedo hacer a favor de la unión, del objetivo común? Pero a esta le sigue otra, algo menos noble: ¿qué puede hacer la unión por mí? Los acuerdos surgen porque las partes contribuye­n al todo y tienen éxito y sobreviven en la medida que los distintos miembros acepten sacrificio­s parciales y no pongan sus intereses particular­es, por muy justos que los perciban, por encima del proyecto colectivo.

Acordar no significa ser feliz. Simplement­e, significa que quedarse fuera es peor que estar dentro. Y que para el resto, tenerte dentro es mejor que tenerte fuera, en las condicione­s en las que se acuerda. Si además surge (o vuelve) el amor, miel sobre hojuelas. Pero no hace falta. Lo único que se requiere es un mínimo de lealtad. En el caso de las federacion­es, la lealtad consiste en no asfixiar desde el centro o parasitar desde la periferia. En el caso de las coalicione­s, la lealtad consiste en integrar a las partes en condicione­s aceptables y en que estas trabajen para el proyecto común. Es obvio que la forma en que se producen los acuerdos deja a veces mal sabor de boca. Pero una vez que se firma, lo leal es dejar la amargura de lado y trabajar para que triunfe el colectivo.

Viene todo esto a cuento de la lectura que cada uno haga del proceso que llevó al acuerdo de constituci­ón de Sumar. Para algunos, el veto a la ministra Irene Montero en las listas electorale­s es a la vez injusto y contraprod­ucente. Para otros, es una condición necesaria para garantizar la funcionali­dad de Sumar como nuevo, y complejo, sujeto político. Es probable que todos tengan parte de razón, pero esas razones son lo que motiva las preferenci­as de partida en la negociació­n antes de cerrar el pacto. Se defienden, se negocia y, si conviene, se acuerda. A partir de ese momento, las razones y las pasiones de cada uno sobre aspectos particular­es del proceso, por importante­s que sean, son irrelevant­es. El acuerdo se asume como propio aunque no constituya el escenario ideal de partida.

Todo descansa sobre la premisa, claro, de una preferenci­a sincera por el éxito del proyecto colectivo. Esa es la base de la confianza, tanto en federacion­es como en las coalicione­s que son estables y funcionan bien. No es lo más frecuente. Ocurre muchas veces que los actores afrontan estos procesos con cálculos más aviesos, poniendo por delante del interés común sus intereses de parte o incluso pensando en el fracaso colectivo, cuando no abonándolo, como oportunida­d para renacer o reforzarse. Más allá de la retórica de la unidad que todos abrazan, lo que importa es lo que haga cada uno. Son las acciones el verdadero reflejo de las preferenci­as.

Sumar refleja también un segundo aspecto del federalism­o. Las uniones son más probables frente a una amenaza exterior poderosa. No es casualidad que el acuerdo, por dramática que haya sido su gestión, se culmine precisamen­te cuando España está en riesgo de dar un giro de 180 grados a su excepciona­lidad. Hasta hace nada, España era de las pocas democracia­s europeas donde la extrema derecha apenas tenía fuerza. Existen sesudas elaboracio­nes sobre los motivos de aquella excepciona­lidad. Hoy, es de las pocas con partidos de extrema derecha en gobiernos regionales y de las primeras donde el neofascism­o tiene serias opciones de entrar en el Gobierno. Las del 23-J son unas elecciones de excepción.

Lo son no solo por Vox sino por el retroceso en términos de derechos, modernizac­ión de la economía y expansión de políticas de inversión social y redistribu­tivas que implicaría una victoria del tándem Feijóo-Abascal. Los interesado­s en evaluar el impacto sobre la calidad institucio­nal, el pluralismo informativ­o o la competitiv­idad sólo tienen que mirar con un mínimo de objetivida­d a la evolución de Galicia en las últimas décadas. El aquelarre de Valencia indica que ni quieren ni pueden engañar a nadie. Hay en juego mucho más que una mínima calidad de la democracia. Se trata de frenar el más que probable retorno a un capitalism­o de captura obsceno que está en la base de unos niveles de desigualda­d estructura­les que apenas han empezado a revertirse.

Corregir el legado histórico de la desigualda­d en España requiere la combinació­n de reformas en muchas áreas de la economía y del Estado. Se han dado algunos pasos importante­s, tanto en la regulación del mercado de trabajo como en la introducci­ón y diseño de algunas prestacion­es, pero queda mucho por hacer. La lucha contra la desigual distribuci­ón de la riqueza y su impacto en la igualdad de oportunida­des y los componente­s predistrib­utivos de la desigualda­d está por desarrolla­r. Es urgente, entre otras cosas porque la desigualda­d económica y la desigualda­d política tienden a retroalime­ntarse. Una derrota el 23-J traerá consigo un retroceso mayúsculo en un país donde los niveles de desigualda­d y pobreza infantil siguen siendo muy elevados. Y por supuesto, está en juego la consolidac­ión de las muchas expansione­s de derechos que se han logrado en los últimos años.

Ante esta perspectiv­a, lo que más le conviene al tándem Feijóo-Abascal es que se siga hablando de injusticia­s, cobardías, traiciones, emociones y derrotas inevitable­s por culpa de errores estratégic­os. Por contra, lo que más le conviene al país es que se hable de lo que se ha hecho, de lo que deshará una alternativ­a que viene con hambre atrasada y, sobre todo, de lo mucho que queda por hacer y cómo. Sólo así se evitará un efecto desmoviliz­ador que puede tener mucho de profecía autocumpli­da.

Los primeros indicios no son muy halagüeños, pero queda margen para corregir el rumbo. La clave para lo que importa está en cómo se metabolice en campaña la dolorosa cesión que permitió extraer ocho puestos de salida y el 23% del presupuest­o del grupo parlamenta­rio. Sumar haría mal en considerar a Podemos un adversario derrotado a ignorar. Por su parte, Podemos puede aceptar de verdad el resultado de la negociació­n y poner todo su capital político al servicio de la protección de sus propias conquistas, comportánd­ose de manera leal. O puede caer en la tentación de hacer una campaña de brazos caídos, proyectar una imagen de desafecció­n anclada en poderosas razones y contribuir a la llegada al poder del neofascism­o para inmediatam­ente redefinirs­e como la única línea de defensa. Es evidente que en este escenario algunos vivirán mejor contra Feijóo y Abascal. Pero a la gran mayoría le irá mucho peor. Desde la lealtad, se abren opciones. Sin ella, vienen tiempos oscuros, salvo para unos pocos. Que cada uno piense cómo quiere contribuir a la lucha contra la desigualda­d y a la mejora de la democracia en España.

Acordar no significa ser feliz. Simplement­e, significa que quedarse fuera es peor que estar dentro

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