Dimitir para restablecer la confianza pública
El ‘caso Koldo’ ha suscitado una discusión sobre la obligación de que los dirigentes públicos rindan cuentas al margen de la evolución judicial que corresponda a cada situación. ¿Se puede ser penalmente inocente pero políticamente responsable?
La calidad democrática está asociada a muchas cosas. Pero una de ellas, quizá la más importante, es que el pueblo confíe en que quienes gobiernan lo hacen básicamente en su nombre y en el exclusivo provecho e interés de aquel. Una confianza que puede tener sus altibajos, pero que, en lo sustancial, no puede romperse nunca. De hecho, si lo hiciera, la democracia perdería los fundamentos de su legitimidad más esencial. Que es lo que llevó a Zygmunt Bauman a decir que vivimos una crisis de la democracia porque se ha producido en ella “un colapso de la confianza” debido a que el pueblo tiene la convicción de que sus gobernantes “son corruptos, estúpidos o incapaces”.
Esta circunstancia hace que la responsabilidad sea más necesaria que nunca. No me refiero a la que juzga penalmente los hechos que presuntamente incurren en delitos de corrupción, que para eso están los tribunales, sino a la que enjuicia en términos políticos la idoneidad de la acción de gobernar. Es cierto que muchos piensan, sobre todo ahora, que para eso están las urnas. Sin embargo, dejando de lado esta lógica tan querida por los populistas, la democracia siempre ha exigido a quien ejerce un cargo público que sea fiable y competente cuando elige qué hacer o no hacer. Especialmente, cuando selecciona a los que acompañan en el desempeño de su función al conformar, como su propio nombre indica, su personal de confianza.
Por eso, cuando irrumpen circunstancias que comprometen la fiabilidad de esa elección, al alto cargo no le queda otra que asumir su responsabilidad política y restablecer la confianza pública puesta en su persona con su dimisión. Una responsabilidad que no acredita su inocencia, sino que repara su incompetencia en el ejercicio de su capacidad electiva. Un crédito que no es salvable apelando a su conciencia y su honorabilidad, sino asumiendo las consecuencias de su error de confianza. Algo que no se sustancia en los tribunales porque no compromete su inocencia, sino ante la opinión pública, que exige que el político sea especialmente responsable sobre la delegación que se desprende del ejercicio de su cargo.
No cabe duda de que esta confianza puede ser traicionada sin que la víctima sea responsable jurídicamente. Pero eso no le exime tampoco de que no le sea exigible políticamente una responsabilidad en el nombramiento de un corrupto de su confianza. Por ello, Francisco Tomás y Valiente era contundente cuando afirmaba que “el político es responsable por omisiones o negligencias cometidas in eligendo o in vigilando. En democracia no es solo penalmente culpable el autor, sino que también es políticamente responsable quien confió en él, quien pudiendo y debiendo vigilarlo no lo vigiló”.
Claro, que hablamos de otra época como decíamos al principio. De una democracia liberal que todavía era plena formal y materialmente. Un tiempo en el que las instituciones y quienes las representaban trataban de estar a la altura de las circunstancias. Tanto que velaban por no empañar su fiabilidad, pues si esta se rompía, incluso por hechos no directamente imputables a ellos, asumían políticamente su responsabilidad restableciendo la confianza puesta en ellos con su sacrificio. Que es, recordemos, lo que hizo aquel Willy Brandt que dimitió como canciller de Alemania en plena Guerra Fría porque uno de sus asistentes personales, Günter Guillaume, era un espía comunista. Es cierto que luego siguió como diputado y presidente del SPD, pero porque su responsabilidad política había sido reparada con la renuncia al puesto de canciller en el que había fallado. Una responsabilidad que se agotaba ahí y que no le desacreditó para seguir siendo político. Entre otras cosas, porque su renuncia lo enalteció al anteponer la ética que acompaña el desempeño falible o infalible de la competencia política a su continuidad en el cargo. Algo, sin duda, demasiado sutil hoy en día, cuando el populismo ha intoxicado nuestras democracias.