Un pequeño hospital y un paciente al que llamaron J15
El centro médico de El Hierro estira sus recursos tras dispararse el número de cayucos que desembarcan en la isla
Esta es la historia de un pequeño centro médico de una pequeña isla que nunca había tenido tantos pacientes. La incesante llegada de cayucos repletos de migrantes a El Hierro ha cambiado muchas de las dinámicas de su único hospital y deja huella en su personal sanitario. El salón de actos es ahora una gran habitación para atender a hombres, mujeres y niños que tocan tierra deshidratados y heridos tras una travesía por el Atlántico que, a veces, se prolonga más de una semana. También se ha transformado el pasillo, donde han instalado tomas de oxígeno. Un “cayuco malo”, como lo llaman los médicos, puede traer 16 heridos de gravedad, una emergencia colosal en un hospital con apenas seis boxes para urgencias.
Solo en 2023, cuando se batieron todos los récords de desembarcos en la más pequeña de las islas canarias, 378 náufragos acabaron en el Hospital Insular de El Hierro, que solo tiene 32 camas. Algunos murieron, otros han seguido su periplo migratorio como han podido y, de vez en cuando, dan señales de vida, pero hay uno al que todos recuerdan: el paciente J15. Lo llaman así porque los migrantes, cuando desembarcan, vivos o muertos, no tienen nombre. “La deshumanización es tan grande que sabemos cómo se llaman a posteriori”, lamenta Luis González, el director médico del hospital.
J15 era el decimoquinto pasajero del cayuco J. Las embarcaciones, según atracan en el puerto, se registran con una letra y cada uno de sus ocupantes, que pueden ser más de 300, con un número. Se sigue un orden alfabético y, al llegar a la letra zeta, el rosco vuelve a empezar. J15 se llamaba en realidad Papa Moussa Diouf, aunque pocos de los que lo trataron saben su nombre. Murió en noviembre cuando todos pensaban que se salvaría. “Cada vez que llegamos a la letra J, revivo todo”, lamenta Francis Mendoza, el coordinador de Protección Civil, el grupo de voluntarios que asiste a los recién llegados.
Papa murió de una dolencia conocida como pie de patera. Se trata de la infección de pequeñas heridas de piernas y pies que se infectan de forma letal al estar en contacto tanto tiempo con el agua contaminada por heces que se acumula en el fondo de las embarcaciones. Su pie supuraba pus al llegar al puerto. Estuvo ingresado dos días en el salón de actos improvisado y en la última videollamada que hizo con su tío Hassan, que viajaba con él, le dijo que se encontraba bien. Pero su diagnóstico se complicó. La infección se extiende como la gangrena.
En esos meses de otoño, cuando los cayucos no paraban de llegar, el doctor González iba y venía de un sitio a otro a toda velocidad con su viejo Mercedes, pero acababa parando a mitad de camino para echarse a llorar. “Llegaba a casa, me duchaba y me metía en la cama. No me jode llorar porque me desahogaba, pero después he visto cómo lo he ido naturalizando. No lo he deshumanizado del todo, pero te acostumbras a ver ese dolor”, explica. “Ahora me raja el alma, pero ya no lloro”. Ahora está más cansado que triste. Todos lo están. Médicos y enfermeras viven pendientes del pitido de su móvil. “Yo en octubre y noviembre no dormía. El teléfono me sonaba en sueños, vivía con mucha ansiedad”, recuerda Amparo Morales, coordinadora de enfermería de atención primaria. Ahora, cuando llega un nuevo cayuco, Morales se piensa bien el WhatsApp que va a mandar para pedir a su personal que estire el turno o cancele sus libranzas. “Reaccionan bien y, a la hora de la verdad, tengo cinco enfermeros que se movilizan, pero estamos quemados, muy cansados. No tenemos recursos para prestar la asistencia que nos gustaría y aun así hacemos más de los que nos compete”, explica.
Los últimos meses en este hospital han sido duros para todos. Miles de migrantes desembarcaban desfallecidos y la atención sanitaria para el resto de vecinos se resintió. Fue en octubre, con más de 7.300 llegadas, que la chispa estuvo a punto de prender. “Antes, cuando llegaba una patera cada dos meses, mandábamos al equipo de un centro de salud, estaba dos horas y era algo muy puntual, pero cuando las llegadas empezaron a aumentar había que mandarlos todos los días”, explica Morales. Los locales, entonces, empezaron a quejarse porque sus citas habituales se retrasaban. “Es normal”, concede Morales. Ese mismo mes se acabó creando “el equipo de cayuco” formado por un médico y un enfermero en cada turno. Y se recuperó una cierta calma, nada fácil de mantener en una isla convertida en el principal puerto de llegada de toda la UE.
Tanto el médico como la enfermera alaban el esfuerzo del Ejecutivo canario, competente en la asistencia sanitaria, pero echan de menos más recursos de Madrid. “En el hospital no tienen competencias, pero sí podrían tener un equipo propio para la asistencia médica en el puerto o en el campamento policial”, desliza el médico. “No todo el mundo ha asumido su responsabilidad”, sentencia.
En la primera planta del hospital, hay una habitación silenciosa que casi nadie visita. Hace un mes que Ibrahima y Moussa (nombres ficticios), dos malienses que llegaron juntos en un cayuco desde Mauritania, cuentan los días para irse. Y no son pocos. Los dos sufren el pie de patera. Ibrahima, de 31 años, nunca pensó que el clavo con el que se hirió nada más subirse a la embarcación tendría tal desenlace. La herida se infectó y, probablemente, tengan que amputarle varios dedos. Hay un tercer chico de Malí ingresado que solo piensa en morirse y no quiere hablar con nadie.
Papa Moussa Diouf murió el 6 de noviembre con solo 22 años. Dejó en Senegal a dos hijos, de uno y tres años. Varios vecinos acudieron a su entierro en el cementerio de El Mocanal, en Valverde, la capital de la isla. Algunos leyeron unos versos del Corán y dejaron dos coronas de flores, una del Ayuntamiento y otra de Quorum Social, la empresa que se ocupa de los menores en las islas. En su lápida apenas puede leerse la fecha en la que murió y el no-nombre por el que todos le conocen: “D.E.P J15”. Desde la muerte de Papa, el rosco de letras con el que se da nombre a los cayucos ha dado ya tres vueltas.
El salón de actos es ahora una gran habitación para atender migrantes
Las embarcaciones se registran con una letra y los ocupantes con un número
“La deshumanización es tan grande que sabemos cómo se llaman ‘a posteriori” Luis González
Director médico del Hospital de El Hierro