El Pais (Nacional) (ABC)

Una aparición en Lisboa

- LÍDIA JORGE Lídia Jorge es escritora. Su último libro publicado en España es El viento silbando entre las grúas (La Umbría y la Solana). Traducción de Carlos Gumpert.

Aún no he visto la bomba H Aún no he visto la bomba de neutrones Aún no he revisado mis piñones a ver si tropiezo en un bache (Canción de Sérgio Godinho)

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Alain Tanner llamó a Lisboa la ciudad blanca a causa del color de sus muros. Otros la llaman la ciudad rosa a causa del color de los tejados. Personalme­nte, prefiero llamarla la ciudad azul a causa del Tajo, que forma en ella la ría más hermosa del mundo. El gran cantante Carlos do Carmo la llamó menina e moça, en un fado que se convirtió en bandera. Celebridad­es y personas sencillas de todas partes llegan a Lisboa para pasar una temporada o incluso quedarse definitiva­mente aquí. Ciudad tranquila, segura y hospitalar­ia. Y así sigue, aparenteme­nte sin sobresalto. Pero tal vez ya no sea así: hace dos semanas surgió una aparición en las pantallas y, desde entonces, pasados ya 15 días, Lisboa no ha dejado de lamerse sus heridas.

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Fue a medianoche del 10 de marzo, en el momento en que los resultados de las elecciones legislativ­as se acercaban al escrutinio final, cuando la aparición tomó forma definitiva: el partido de extrema derecha, populista, racista y xenófobo, acababa de cuadruplic­ar sus votos, pasando de un solo hombre hace tan solo cinco años a 48 escaños en el Parlamento, apoyado por el 18,06% del electorado. Días después, la cifra de diputados llegó a 50 con el voto exterior. Para Portugal, eso signifiy ca que a corto plazo el país se volverá ingobernab­le, a menos que los demócratas de centrodere­cha y de derechas incorporen parte del ideario de los populistas. Es difícil que el resultado pudiera haber sido peor. Las heridas están abiertas y todos intentan afrontar este sobresalto como algo propio de las democracia­s liberales, pero es innegable que quienes hablan así, de forma tan serena, lo hacen a costa de pastillas y pensamient­os zen.

En primer lugar, porque hace dos años el Partido Socialista había logrado una mayoría absoluta, en contraste con el hundimient­o de sus homólogos en distintos países europeos. Sin embargo, a causa de una política que no tuvo en cuenta el violento clamor de la calle, el Gobierno mostró demasiadas debilidade­s. Pese a todo, nada hacía presagiar lo que sucedería. De repente, la legislatur­a se vio interrumpi­da por una sorprenden­te maniobra judicial, y hasta la fecha, cuatro meses después, no ha habido todavía una sola palabra que la haya justificad­o. Como es natural, en un caso tan flagrante de desafío entre institucio­nes, ronda la sospecha de que el poder judicial se haya visto tentado de interferir en el panorama político portugués de forma intolerabl­e. Es muy difícil pensar en los resultados de la noche del 10 de marzo y no ver en esos números la sombra invisible de algunos palacios cerrados.

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Las heridas, con todo, van más allá. El próximo mes de abril se cumplirán 50 años del inicio de la Revolución portuguesa. El contraste entre esta fecha memorable y la presencia de un partido que revive principios tan intolerabl­es como los de la dictadura de Salazar es difícil de entender. No debemos olvidar que en 1974 la Europa democrátic­a estaba bloqueada en Occidente por dos dictaduras ibéricas y en el Este por las dictaduras comunistas. A causa de la guerra colonial, los portuguese­s fueron los primeros en cambiar de régimen de forma pacífica, sin derramamie­nto de sangre, inaugurand­o un modelo de cambio que se repetiría en más de 60 casos en los años que siguieron. Los portuguese­s están orgullosos de sus claveles rojos y de los pasos triunfante­s con los que comienza la canción que sirvió de contraseña para aquella noche inolvidabl­e. Por lo tanto, puede comprender­se bien el terremoto que la aparición de ese número en las pantallas tuvo que provocar en el 80% de los portuguese­s. No, obviamente, en el 18% que votó por el partido Chega.

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Entre los nombres de los partidos de extrema derecha en Europa, no cabe duda de que el nombre Chega es el más grosero. Lo que no quiere decir que los principios de quienes llevan nombres tan sugestivos como Amanecer Dorado no lo sean también. En este caso, a las ocho de la tarde, cuando se anunciaban los pronóstico­s del triunfo de ese partido, su líder salía de una iglesia. Al preguntarl­e si ya conocía las proyeccion­es que le daban el triunfo, respondió que nadie le había informado porque estaba en misa. Dado que era el cuarto domingo de Cuaresma, es de suponer que André Ventura habrá escuchado atentament­e la lectura del Evangelio de San Juan 3, 14-21, ese pasaje en el que Nicodemo interpela a Jesús y este le dice que para buscar la salvación hay que nacer de nuevo, nacer del Espíritu, ya se entiende. El líder de Chega, como es natural, habrá aprendido la lección. Completame­nte renacido, se encaminó hacia el cuartel general de su campaña, abrió los brazos, exhibió su justa alegría y enumeró después sus triunfos con los dedos, lanzó invectivas, insultó, se vengó, ofendió a sus adversario­s y se sumergió en la exaltación de su noche de felicidad. Resultó aleccionad­or. El espectácul­o de la alegría de los ganadores enseña mucho sobre cómo se aprovechar­á la victoria en el futuro próximo. Algunos dicen que esa gente está loca, pero no es así. Esa gente es sabia.

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En enero de 2020, cuando la pandemia aún no se había declarado y aún faltaban dos años para que asistiéram­os a la invasión de Ucrania, Johann Chapoutot afirmó que la democracia francesa, por la forma en la que elige a su presidente, favorecien­do la mística mesiánica, podría quedar pronto a merced de un loco. Hoy se nos antoja evidente cómo el carisma furioso que caracteriz­a a los líderes fuertes y salvadores campea por doquier, los demócratas que practican la moderación, el diálogo y el respeto hacia sus oponentes deben recurrir a demasiadas palabras para hacer su trabajo. Y es que los gritos, insultos, tambores y consignas ahorran tiempo y van directos a un lugar del cerebro donde se aloja el instinto de autodefens­a y ataque. Cualquiera que piense que será sencillo hacer retroceder esta ola se equivoca porque promete ser de una sabiduría superior. Se trata de un anillo que se cierra alrededor de la Tierra: en las fotografía­s, Ventura besa a Le Pen, Le Pen escribe a Putin, Putin abraza a Xi Jinping, y Orbán, muy relajado, sale de Europa, en cuya mesa se sienta, y va a abrazar, en el lado opuesto, nada menos que a Donald Trump. Ahora Portugal, que hasta hace cinco años estaba considerad­o como un ejemplo de resistenci­a a este fenómeno, acaba de ver cómo su inmunidad se derrumba con estrépito. Y, sin embargo, nada está perdido, ya que los trazos cómicos que se entrelazan a lo largo de este proceso generan cierta esperanza. Como siempre, incluso ahora, es imposible que el ridículo no provoque un camino regenerado­r.

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El deseo de estar por encima de todo y de todos, tarde o temprano, desemboca en el ridículo. Milan Kundera, que pensó desde Praga, ciudad que también tiene un río y un castillo como Lisboa y posee un recorrido muy diferente en sus detalles, pero muy similar en ciertas maniobras históricas, demostró cómo la tentación totalitari­a acaba sumergida en el ridículo de sus procedimie­ntos. Con todo, lo más importante fue haber demostrado que vivimos siempre en momentos históricos superpuest­os y que estas diferentes capas contemporá­neas compiten entre sí. Por lo tanto, esta aparición de Lisboa, sin dejar de ser una señal desoladora, proporcion­a al mismo tiempo datos muy esclareced­ores. Por suerte, muchos han ganado serenidad y parecen dispuestos a caminar con la circunspec­ción necesaria para no perder el humor.

El espectro surgió la noche de las elecciones portuguesa­s, cuando las pantallas dieron el resultado de Chega

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