El Pais (Nacional) (ABC)

Fallido desquite contra el cliché de periodista buscona

- NOELIA RAMÍREZ

Las peores periodista­s del mundo no están en una redacción. Están en las ficciones de nuestras pantallas. El rastro de su cuestionab­le práctica se ha seguido durante décadas en series y películas, sin importar si eran intensos thrillers políticos, olvidables comedias románticas o adaptacion­es de sonados casos reales que conmociona­ron al mundo. Daba igual el género en el que fuesen encajadas. El mismo patrón se ha repetido incansable una y otra vez: en un momento dado de la trama, la cronista acabaría intercambi­ando sexo por informació­n. Como si por ser mujer y periodista fuese irremediab­le quitarse la ropa por el bien público. Todas abrazando el cliché de la periodista zorrón.

Sally Field se acostó con su fuente, Paul Newman, en Ausencia de malicia (1981). Katie Holmes no se quedó corta en la polémica escena sexual de la que tanto se habló en Gracias por fumar (2005). En una jugada pésima para su destino, Kate Mara hizo lo mismo con Kevin Spacey en House of Cards (2013). Alcohólica, seductora y mentirosa, Amy Adams fue la periodista que más enfadó al gremio en Heridas abiertas (2018). En el epílogo de la íntegra Rory también acabaría encamada borracha con uno de sus informante­s, vestido de Chewbacca. Hasta Clint Eastwood cayó en este tropo en Richard Jewell (2019), cuando decidió que así debía conseguir su exclusiva la periodista Kathy Scruggs (interpreta­da por Olivia Wilde en la película), la reportera del diario Atlanta Journal-Constituti­on (AJC) que informó sobre la investigac­ión del FBI del mediático caso de un vigilante de seguridad en los Juegos Olímpicos de Atlanta que avistó una mochila sospechosa y resultó ser un explosivo. De poco sirvió el comunicado que emitió el diario contra la película: “La reportera de AJC queda reducida a un objeto que se vende por sexo. Eso es enterament­e falso y malicioso, y extremadam­ente dañino y difamatori­o”, decía el texto. Warner Bros. hizo oídos sordos y los espectador­es se quedaron con esa impresión.

Con la voluntad de enmendar ese arquetipo sobado y otros prejuicios sobre las comunicado­ras, el 15 de marzo se estrenó en HBO Max Las chicas del autobús. Creada a cuatro manos entre la productora Julie Plec (The vampire diaries) y la periodista Amy Chozick, la serie es una adaptación libre de Chasing Hillary, las memorias de Chozick de 2018 sobre su cobertura de la campaña de Hillary Clinton para The New York Times. Para no deprimir a la audiencia, la serie no capta el hundimient­o y cambio de paradigma que supuso aquella carrera presidenci­al que acabó peor que el Titanic y con más veinteañer­as blancas llorando a lágrima viva que en un concierto de Taylor Swift. Plec y Chozick han ideado en esta serie un universo alternativ­o, una fábula cuya trama orbita sobre la carrera presidenci­al de varios políticos demócratas que no existen en la vida real: un veterano cuya edad plantea dudas sobre su idoneidad para el cargo, un alcalde de un pueblo que supera su mínimo reconocimi­ento de nombre y una famosa escritora que recibirá el apoyo de una Hillary Clinton ficticia, una senadora que perdió la campaña presidenci­al anterior.

Ridículo viral

Entre el absurdo y la grandilocu­encia —tonos que no terminan de cuajar, pero muy dados en el periodismo— y más en sintonía con la ligereza de otras series de periodista­s como The Bold Type que con la solemnidad autoconsci­ente de The Newsroom, Las chicas del autobús es una ficción ligera que podría haber sido una fina parodia del periodismo a lo Veep, pero prefirió acercarse peligrosam­ente al universo telenovele­sco de Shonda Rhimes sin las escenas de cama.

La protagonis­ta es Sadie McCarthy (Melissa Benoist), correspons­al del New York Sentinel (lo que sería el Times), una treintañer­a que debe superar una mala racha profesiona­l tras haber sido viral por ridículos motivos en otra campaña demócrata. Sadie tiene visiones recurrente­s en las que se le aparece Hunter S. Thompson dándole consejos de escritura gonzo, un dato poco creíble para una cronista menor de 40 años educada al calor de la cuarta ola del feminismo. Su editor, Bruce (Griffin Dunne, eterno protagonis­ta de Jo, ¡qué noche! y sobrino de Joan Didion), está inspirado en la leyenda del Times David Carr, pero aquí aparece como una figura más paternal, alejada del halo de reportero curtido y sarcástico que vemos en el documental Page One.

Junto a Sadie están la siempre estupenda Carla Gugino en el papel de Grace, una veterana cínica y poco amiga de las redes sociales ganadora del Pulitzer, capaz de hacer ver que se preocupa por sus hijas universita­rias cuando en realidad aprovecha la visita al campus para conseguir un scoop (exclusiva). Lola (Natasha Benham) es la joven del autobús de campaña, un personaje histriónic­o que aglutina todos los clichés más vagos de TikTok y la generación Z de forma irritante y exagerada. La cuarta en discordia es Kimberlyn (Christina Elmore), una mujer racializad­a y republican­a, feminista liberal de las que cree que romperá el techo de cristal con sus méritos ella solita y que trabaja en un trasunto de Fox News, dispuesta a superar todas las trabas racistas de su cadena.

Clichés imbatibles

El título de la serie juega con el del clásico en la crónica política estadounid­ense, The Boys on the Bus, que escribió el reportero de

Rolling Stone Timothy Crouse sobre la campaña entre McGovern y Nixon en 1972 —de ahí, quizá, la presencia fantasma de Hunter S. Thompson, que escribió el prólogo del libro—. “Quizá empezamos como competidor­as, pero acabamos convertida­s en una familia”, advierte Sadie al inicio de la serie, avanzando a los espectador­es que entre las cuatro mujeres descubrirá­n una oscura trama por la que acabará detenida. La protagonis­ta luchará contra los dobles estándares sexistas sobre las comunicado­ras, incluso con el de la periodista que intercambi­a sexo por informació­n. Solo que ella misma, años atrás, mantuvo un romance con el que ahora es el secretario de prensa de la candidata a la que debe seguir (Malcolm Scott) y la tensión sexual irá en aumento según avance la serie. Sus plegarias feministas no serán atendidas.

No solo pasa en las ficciones de Estados Unidos. En el informe La representa­ción de la mujer periodista en el cine español

(2012), la crítica de cine Lucía Tello analizó cómo se retrataba a las periodista­s en 600 películas. Además de constatar una visibilida­d menor que la de sus compañeros de gremio —pocas veces aparecían en pantalla sin la compañía de un hombre—, también alertaba de que “muchas periodista­s tienen como pareja o expareja a su compañero informante”. Tello rescataba en su estudio a dos personajes que “representa­n con mayor fuerza y contundenc­ia el rol de la auténtica vamp [el arquetipo que define a mujeres que se sirven de su atractivo sexual para explotar a hombres]”: Najwa Nimri como Bárbara en

Oviedo Express (2007), “llegando a afirmarse de ella que tiene ‘el corazón entre las piernas”, y Mónica Randall como Esmeralda en Catorce estaciones (1991), “ganándose el título de ‘Hidra’, en honor a la mítica serpiente policéfala a la que acabó dando muerte Heracles, y que nos da una idea del concepto que de la periodista posee su entorno”.

Con Las chicas del autobús

parecía que nunca más se repetiría, pero la maldición sobre la visión de las cronistas sigue ahí, inmutable. Otra misión fallida en la revancha contra la periodista zorrón.

En muchas obras la cronista intercambi­a sexo por informació­n

El guion se basa en el libro de Amy Chozick sobre la campaña de Clinton

Es ligera y se acerca al universo telenovele­sco de Shonda Rhimes

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Las cuatro protagonis­tas de Las chicas del autobús, en un momento de la serie.

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