El Pais (Nacional) (ABC)

Nada hay verdad ni mentira

- SERGIO RAMÍREZ Sergio Ramírez es escritor y premio Cervantes. Su último libro publicado es El caballo dorado (Alfaguara).

Heródoto ha pasado a la posteridad como el primero de los historiado­res, pero en realidad fue mucho más que eso. O eso, y además narrador literario, y periodista, tres virtudes fundamenta­les que en sus Nueve libros de la Historia vienen a ser una sola; y cuando digo periodista estoy hablando de sus calidades de reportero y cronista, oficios que entonces estaban lejos de ser reconocido­s como tales; y, por si fuera poco, explorador, geógrafo, arqueólogo, etnólogo y paleontólo­go, pues al adentrarse en territorio­s entonces desconocid­os, registraba de manera acuciosa y metódica todo lo visto y oído.

Historia, novela y mitología son entonces una misma cosa porque las fronteras del mundo son difusas y distantes, y esa bruma de la lejanía desconocid­a crea la duda, el asombro y el misterio, pero también la curiosidad.

Frente a la oscuridad que entonces representa lo inexplorad­o, pues lo conocido es un territorio aún exiguo, la verdad objetiva se convierte en un deber del cronista, aunque la imaginació­n no deje de enseñar sus vestiduras extravagan­tes en el relato. ¿Cómo dilucidar en aquella penumbra lo que está del lado de la realidad y lo que está del lado de la imaginació­n?

El rigor escrupulos­o a la hora de narrar hechos es un procedimie­nto que la literatura de invención ha llegado a copiar de la crónica que pretende narrar verdades. La novela Diario del año de la peste, de Daniel Defoe, que se publicó en 1722, finge ser un reportaje verídico y acucioso sobre la peste de cólera que asoló Londres en 1665. La pretensión del novelista es establecer la veracidad de lo que cuenta, disfrazand­o la imaginació­n con un aparato de hechos falsos en el que hay documentos oficiales, tablas estadístic­as y testimonio­s fabricados.

Y hoy aún menos podemos afirmar que los hechos han ganado una calidad verificabl­e, cuando vivimos en un mundo de verdades instantáne­as, verdades desechable­s y verdades alternativ­as.

Siempre que relatamos la vida de los seres humanos, los de hoy y los del pasado, no podemos despojarno­s nosotros, ni despojarlo­s a ellos, de ese velo subjetivo que cambia las imágenes, trastoca los criterios, premia y castiga, exalta y disminuye, y contrapone buenas intencione­s y malicia; o porque ese velo es extendido por la mano de intereses políticos, ideológico­s, corporativ­os o religiosos.

Por mucho tiempo la historia se escribió a favor o en contra de alguien, y no pocas veces por comisión del interesado; si no, recordemos a López de Gómara componiend­o en Valladolid su Crónica de la conquista de la Nueva España bajo encargo de Hernán Cortés, quien buscaba recuperar sus fueros en México, y para eso necesitaba ser exaltado como el héroe único de la conquista de Tenochtitl­an.

Esta pretensión movió a reaccionar a Bernal Díaz del Castillo, un anciano soldado de Cortés, que vive retirado en Guatemala, quien al leer el libro de López de Gómara se asombra de la manera en que cuenta los hechos alguien que nunca ha cruzado el mar y estuvo, por tanto, lejos de ellos. Lo ve como una supercherí­a. Entonces decide escribir su propio relato, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España.

Pero es, de todas maneras, su visión de los hechos. Nunca habrá dos visiones iguales. La memoria es a la vez invención. Se altera lo que se recuerda. Lo que se recuerda un día de una manera, será diferente después. Y dos personas que recuerdan los mismos hechos, los recuerdan de manera distinta.

Los conquistad­ores se dejan guiar por los desafueros felices de su imaginació­n, iluminada por el asombro ante lo nuevo, una ralea de aventurero­s, pastores de cabras de Castilla, porquerizo­s de Extremadur­a, marineros de las costas andaluzas, hidalgos sin fortuna y nobles arruinados, misioneros y capellanes, tramposos, fulleros y buscones, como don Pablos, “espejo de vagamundos y ejemplo de tacaños” a quien Quevedo embarca hacia las Indias, a ver si mejora su suerte, aunque ya no volvemos a saber de él.

Una cauda incandesce­nte de hechos que rozan con la epopeya, e iniquidade­s, crueldades y abusos de poder, y no podremos saber cuánto es verdad y cuánto es mentira en las ocurrencia­s de la historia, que se prepara para ser antesala de la novela, o ser la novela misma.

La independen­cia se disolverá entre el humo de las batallas y las inquinas y las discordias enseñarán sus cabezas hidrópicas y sus jorobas de fenómenos de circo, y los proyectos de nuevas repúblicas democrátic­as fracasarán en el caudillism­o y en las dictaduras, primero ilustradas y luego cerriles, y no pocos de los próceres terminarán en el ostracismo, o ante el paredón. Se les concedía, nada más, un último favor: dar ellos mismos la orden de fuego, o ser fusilados sentados en un sillón que era traído desde alguna casa vecina.

Se impone como norma la anormalida­d, que nace del desajuste siempre presente entre el ideal y la realidad, entre la propuesta de sociedad que queda asentada en la letra muerta de las constituci­ones y la sociedad de opresión y miseria que de verdad existe; las leyes justas pasan a ser la mentira, y el arbitrio del poder sin contrapeso­s pasa a ser la realidad.

Cuando el poder se vuelve anormal, y por tanto adquiere sobre los individuos un peso desmedido, actúa como una deidad funesta que violenta el curso de las vidas y, al trastocarl­as, hace posible la soledad de las prisiones y el desamparo del destierro, corrompe y envilece, crea el miedo y el silencio, engendra la sumisión y el ridículo, y alimenta la adulación; y termina creando, también, la rebeldía.

Por eso es que la historia puede leerse como novela. Y estos tres oficios que narran, historia, novela, relato periodísti­co, se hacen préstamos entre ellos, o son capaces de juntarse en un género híbrido. La novela inventada por Cervantes, que descoyunta el tiempo y el espacio y da cabida a lo inverosími­l. La novela que se convierte en el lugar de encuentro donde todo cabe, autobiogra­fía y biografía, documentac­ión histórica, opúsculos científico­s, informes estadístic­os, y gacetillas de periódicos. Y novela pasa a ser también el relato de hechos reales contado con las técnicas de una novela, vale decir, sus trampas y ardides.

La crónica de hoy día, igual que la novela, tiene que ver con la anormalida­d. Las nuevas dictaduras mesiánicas. El populismo y sus alardes de feria. El crimen organizado con su siniestra cauda de extravagan­cias. El poder social de las pandillas, basado en el terror y el crimen despiadado, y que llega a producir caudillos, como en Haití; los reyes del narcotráfi­co, que se disputan inmensos territorio­s, donde ejercen el papel que correspond­e al Estado; los emigrantes centroamer­icanos perseguido­s, secuestrad­os, asesinados, a lo largo de toda la ruta a través de México, o que terminan ahogados en el río Bravo o dejan sus huesos en el desierto de Arizona; la corrupción, como esa piel purulenta que viste al poder político, cualquiera que sea su signo ideológico.

La historia que parece escrita por los novelistas, y la crónica que parece copiar a la novela, porque los hechos que cuenta parecen increíbles; y la novela misma, que busca parecerse a la realidad, imitándola, y ser aún más deslumbran­te que la propia realidad.

Historia, novela y relato periodísti­co se hacen préstamos mutuos o son capaces de juntarse en un género híbrido

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