Colores con los que no soñamos
Rothko, a quien la Fundación Louis Vuitton dedica en París una gran retrospectiva, dijo que en sus obras nuestra soledad se cruza con la suya
Josef Albers planteaba su teoría de las tonalidades como un instrumento de enseñanza del arte Como ocurre con la magdalena de Proust, cada evocación nos devolverá un aspecto diferente
Me pasaba las mañanas en el MoMA, delante de aquel cuadro de Rothko. Lo miraba y en cada visita esperaba sentir lo que todos decían sentir frente a las pinturas del artista, a sus colores fundiéndose: agua. Esperaba la reiterada sensación de sosiego; las lágrimas que los visitantes describen en el libro a la entrada de la capilla en Houston, cubierta por cuadros del artista. Pese a todo, en Texas me atraparon las telas —terminadas un par de años antes de su suicidio en febrero de 1970—, pero no sentí el esperado sosiego. Allí los cuadros parecían más sobrecogedores, un presagio de la muerte teatralizada del pintor —sin pantalones y con calcetines— que cuenta su biógrafo James Breslin en Mark Rothko (1993). “¿Quién es ese tal Mark Rothko que ha matado a mi amigo?”, comentó la pintora Hedda Sterne al enterarse del suicidio.
Recordaba las historias camino del aeropuerto. Pese a la quietud de la capilla ecuménica, concebida como espacio para fomentar el crecimiento espiritual, la desazón me había vuelto a invadir. “Me gustaría aclarar a los que piensan que mis cuadros están llenos de sosiego, sean amigos o meros observadores, que he sido prisionero de la más terrible violencia en cada pulgada de la superficie”, explicaba Rothko. Pensamientos lúcidos de los que recogen sus escritos, La realidad del artista. (2004).
He vuelto a París, a la muestra de la Fundación Louis Vuitton, y ante los colores de Rothko me han asaltado las emociones, pero de nuevo se me ha extraviado el sosiego, quizás porque los colores juegan estas malas —y maravillosas— pasadas. O porque Rothko persigue colores que son malabarismos. Pese a todo, también a mí, como al resto de los visitantes, el juego de colores de Rothko me atrapa. Es inútil resistirse a los tonos. Hay en ellos un elemento que apela a la intimidad, al desamparo profundo y humano al cual se refiere Rothko cuando dice que en sus obras se cruza nuestra soledad con la suya. ¿Cómo narrar el mundo desde un Nueva York sumergido en la Guerra Fría, sino a través de los colores?
Los colores tienen algo de medias palabras, cosas no dichas. Lo prueba Color Amazonia de la colombiana Susane Mejía. Cada planta —cúrcuma, achiote, cudi, amacizo….— es pigmentos, saberes ancestrales, Patone mágico de entintados y tejidos. Tal vez por eso los colores gobiernan el mundo, hasta cuando el mundo urge a ser plasmado en blanco y negro. Los neorrealistas italianos —dicen— retocaban con pintura la tierra de los descampados para lograr ese tono gris que la película no conseguía trasladar a los ojos. Otro cineasta, el polaco Kieślowski, recurrió en los noventa a la bandera francesa en su Trilogía de los colores —Azul, Blanco y Rojo— para trazar en cada episodio el trastocamiento de los géneros cinematográficos.
Josep Albers planteaba su teoría de los colores como un instrumento de enseñanza del mundo en La interacción del Color (1980) y el poeta Goethe volvía a ellos en un texto de 1810, porque los colores no son solo territorio de los profesionales de la visualidad —cineastas, artistas, fotógrafos, historiadores del arte…—. Al hablar del “efecto moral del color”, incidía en las clásicas asociaciones de los colores fríos y cálidos con las emociones, a las cuales regresaba la artista especializada en meditación Dora Kamau en el MoMA el pasado mes de enero. A través de los colores, los participantes trabajaban la autoconciencia. Los colores, en su infinita ars combinatoria, se transforman unos junto a otros. Lo presintió Goethe. Lo escribió Albers. Lo supo Rothko. Lo plasmó Warhol en un remake de colores disonantes —casi de Vívianne Westwood, la diseñadora punk— para su retrato doble de Goethe.
Los colores se instalan en nuestras chaquetas o en la arquitectura del popular edificio en rosa de Sauerbruch y Hutton, que plantea la pregunta inevitable: si son belleza y sostenibilidad compatibles. El reciente artículo Culturas del color de Luis Fernández-Galiano en Arquitectura viva lo exponía sin titubeos: la elección del color no es nunca casual. El propio Fernández-Galiano es autor, junto con Sánchez Bellver, de La belleza común. España tienda a tienda (2023), un libro delicioso que repasa los establecimientos extinguidos que devuelven a la memoria los colores de la infancia por antonomasia, la variedad que subrayaba la noción de abundancia infinita de colores cuando acompañaba a mi madre en sus compras. Me refiero a las tiendas de lanas, madejas y ovillos que se agolpaban en los escaparates y el interior del local, en un despliegue abrumador de tonos, de presagios, igual que los Rothko de París. Las lanas apiladas por tonos —lo oscuro arriba, decía Rothko— dejaban clara la imposibilidad de recordar cada uno de ellos al dejar la tienda —para los colores no hay diapasones de bolsillo—.
Al final, el Pantone y su gama infinita conforma un aparente control que nos lleva a presentir a los colores inofensivos frente al gusto o el olfato y su capacidad de llevarnos lejos, a otro tiempo y otro sitio sin garantías de veracidad. Por el contrario, el Pantone crea la falsa impresión de mantener a los colores a raya. Nada menos cierto. Mecanismo privilegiado de la memoria y no solo hilo conductor de las historias —lo explicita Michel Pastoureau en Los colores de nuestros recuerdos (2017)—, cada color estará asociado a una evocación que hará estallar pero, igual que ocurre con la magdalena de Proust, nos devolverá un color diferente del que fue. Además, quedan tantos tonos por inventar, por rememorar, por reconstruir…
Porque nuestros recuerdos de los colores son sin remedio dudosos, simples maniobras de aproximación, al reencontrarnos con la Capilla Sixtina restaurada tras años de limpieza, no lo dudamos: aquello brillaba demasiado. Ocurrió con Las meninas también, tras su restauración en 1984 —un regreso a la infancia envuelta en tonalidades desconocidas—. Sin embargo, ¿qué hay de verdad en nuestros recuerdos de los colores? Ese mismo año 1984, Buero Vallejo estrenaba la obra de teatro Diálogo secreto, la historia de un crítico de arte daltónico que, para no dejar vislumbrar su falta de criterio a causa de la enfermedad, reparte comentarios negativos de manera despiadada. Un día, el amigo de su hija no puede soportar la presión. Se suicida y ella misma descubre el terrible secreto del padre.
Quizás frente a los colores todos tenemos algo de daltónicos funcionales. Los vemos y se escapan deprisa, peluches azules de la infancia o superficies de Mark Rothko en París. Se escapan nada más dejar la sala. Se han ido y otros colores invaden la retina. Ya no están los colores que estuvieron y dejan tras ellos, si acaso, la posibilidad de nombrarlos con las escasas herramientas que poseemos para hacerlo: Sin título (negro sobre gris). Son colores con los que ni siquiera soñamos. Colores que vienen desde el fondo del tiempo.