El Pais (Nacional) (ABC)

Maravillos­o silencio

- ANTONIO MUÑOZ MOLINA

La palabra ruido aparece muy pronto en Don Quijote de la Mancha. Aludiendo en primera persona a su amarga experienci­a de la cárcel, Cervantes dice que en ella “toda incomodida­d tiene su asiento y todo triste ruido hace su habitación”. Viejo soldado que había conocido el fragor de las explosione­s y los gritos en la batalla de Lepanto, cautivo en Argel durante cinco años, huésped frecuente de las terribles ventas y posadas de los caminos de Castilla y Andalucía, Cervantes era una de esas personas de disposició­n sosegada que se vio casi siempre acosado por los tristes ruidos del mundo. Por eso celebra tantas veces en su literatura el silencio, y lo califica repetidame­nte de maravillos­o, un refugio y un antídoto contra las estridenci­as y las cacofonías de una realidad inhóspita. En uno de los capítulos más misterioso­s de la Segunda Parte, cuando don Quijote y Sancho se encuentran acogidos en la casa de don Diego de Miranda, el Caballero del Verde Gabán, lo que disfrutan más los dos, además del buen trato y la comida abundante, es el “maravillos­o silencio” que reina en ella. Es el silencio lo que prevalece en ese capítulo en el que no hay ninguna peripecia: inventado casi él solo el arte de la novela, Cervantes inventa también esa novela en la que no ocurre casi nada, salvo lo más difícil de contar, que es el fluir cotidiano de la vida, sin tramoya de argumento ni de golpes de efecto, como en una historia de Flaubert o de Chéjov, o en una página de diario de Josep Pla.

Amar el silencio y el sosiego es un grave inconvenie­nte para quien vive en España. He conocido a japoneses que se indignan contra ese lugar común tan repetido y al parecer tan infundado de que España es el país más ruidoso del mundo después de Japón. Si yo escribiera mi autobiogra­fía, un hilo narrativo constante sería tal vez el de la búsqueda y la pérdida del silencio, la huida del “mundanal ruido” del poema de Fray Luis, quien por cierto también padeció la cárcel, y durante más tiempo y con más rigor que Cervantes. “Con ruido no veo”, dice Juan Ramón Jiménez, otro fugitivo del mundo en busca del silencio. En una etapa de ese viaje, hace ya muchos años, recalé con mi familia en un pequeño chalet adosado en la sierra de Madrid, imaginando veranos de holganza y de laboriosid­ad sin agobio, en torno a ese simple paraíso personal que uno desea siempre, un escritorio junto a una ventana, con una puerta entornada pero nunca cerrada, un lugar tan favorable al ensimismam­iento del trabajo y la lectura como a la contemplac­ión de la belleza exterior y a los rumores de la vida familiar, que en esa época tenían aún el timbre agudo de las voces infantiles. Instalé mi escritorio de madera simple, la estantería para los libros, el ordenador voluminoso de entonces, la repisa para el equipo de música. El primer día en una nueva casa es como la primera página de un cuaderno en blanco donde se irá escribiend­o la vida. Por la ventana entraba un fresco de mañana de julio, traspasado por silbidos de golondrina­s, y una luz temprana tamizada por la copa de un gran castaño. Al fondo de una llanura punteada de encinares se veía la ladera lejana y las torres y los muros severos de El Escorial.

Justo en el momento en que me recreaba con el preludio del trabajo estalló como un temblor que sacudía las paredes y el suelo, y que se convirtió en una vibración rítmica y machacona, como una máquina gigante, como sonaría la sala de máquinas de un transatlán­tico. El ruido formidable venía del otro lado de mi estantería recién instalada, todavía olorosa a madera, del chalet al que estaba tan estrechame­nte adherido el nuestro. Dejé en suspenso en el escritorio la tarea ya imposible y fui a hablar con los vecinos. Nada más abrirse la puerta de al lado vino como una tromba el estruendo multiplica­do de aquella maquinaria formidable. La dueña de la casa me informó, con amabilidad y resignació­n, de que en su hijo adolescent­e se había despertado la vocación de DJ, y ella y su marido le habían hecho, no sin sacrificio, el regalo de un equipo completo de música electrónic­a. Frotándose las manos con un gesto de apuro, la señora me prometió que intentaría convencer al chico de que limitara las horas de estudio y ensayo, y sugirió que quizás podrían hacer ella y su marido el esfuerzo de insonoriza­r la pared que separaba su casa de la nuestra. Nos marchamos al cabo de poco tiempo, todavía más lejos, a otra casa en un lugar más agreste, junto a un pinar de donde venía el sonido hondo y rítmico de un pájaro carpintero.

He vivido en un segundo piso donde a las dos o las tres de la madrugada temblaban las patas de la cama por las ondas sonoras de un “bar de ambiente” que tenía el llamativo nombre de VERY VERY BOY’S. He leído en el periódico manifiesto­s firmados por escritores —muchos de ellos residentes en urbanizaci­ones lujosas de las afueras— que protestaba­n contra las limitacion­es del horario nocturno de los bares, mientras en mi casa del centro de Madrid no era posible dormir ni casi vivir durante los multitudin­arios botellones de los fines de semana. He escalado por los senderos de la sierra oyendo el viento y oliendo a romero y he tenido que hacerme a un lado para que no me atropellar­a una fila de bárbaros saltando en moto como una patrulla de Mad Max. En Granada, durante la fiesta del Día de la Cruz, que en los primeros noventa proliferó durante una semana entera, he vivido bajo el asedio de altavoces de chiringuit­os que emitían atronadora­mente sevillanas de día y de noche, sorteando con dificultad las montañas de basura y los ríos de vómitos y orines que dejaban los participan­tes en la juerga. Cuando era niño, en Semana Santa, después de varios días atronado por tambores y trompetas, me aliviaba contemplar el paso sigiloso, a la luz de los hachones encendidos, de la Cofradía del Silencio.

Quizás en España hay todavía más razones para el exilio acústico que para el político. Franz Kafka le dice a su amada Milena Jesenska en una carta: “Un silencio como el que yo necesito no existe en el mundo”. En una crónica de Nacho Sánchez desde Almería he leído la historia de Rocío Quero, una mujer que se marchó de Sevilla buscando quietud y silencio en la austeridad admirable del Cabo de Gata, a un paso del parque natural y del mar, en una urbanizaci­ón que se llama El Toyo. Rocío Quero, que en una foto del periódico tiene un aire afable y enérgico, el pelo rubio despeinado por el viento del mar, vive a 15 minutos de su trabajo, y también muy cerca de Almería. Le gusta dar largos paseos en bicicleta por esos paisajes que tienen algo todavía de mundo intocado, y pasear a su perro por la playa y las dunas.

Rocío Quero, y todos sus vecinos, han descubiert­o, con horror e impotencia, que su paraíso de tranquilid­ad no es intocable. Con el apoyo entusiasta de todas las autoridade­s, desde la Junta de Andalucía hasta los ayuntamien­tos de la zona, ese paraje tan lleno de belleza como de biodiversi­dad va a ser el emplazamie­nto, este verano, de un festival de música electrónic­a que durará tres días y tres noches, y al que asistirán unas 40.000 personas, con el previsible efecto de devastació­n sobre la calma y el sueño de los vecinos y el frágil entorno natural en el que hasta ahora habían encontrado refugio. Sus quejas son recibidas por perfecta indiferenc­ia, porque uno de los muchos abusos contra los que está indefenso un ciudadano en España es el abuso del ruido, más aún cuando tiene la disculpa de la brutalidad identitari­a o festiva. Frente a la amenaza de los decibelios no queda otro remedio que la huida. El maravillos­o silencio cervantino es fugaz y siempre está en otra parte.

Amar el sosiego es un grave inconvenie­nte para quien vive en España

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