El Pais (Nacional) (ABC)

Eva Baltasar y las desposeída­s de la ciudad.

‘Ocaso y fascinació­n’ se suma a las ficciones que indagan en la violencia inmobiliar­ia y la intimidad de las mujeres de la limpieza

- Por Noelia Ramírez

No fue cuando durmió dos noches en la calle por obligación durante su Erasmus en Berlín. Cuando Eva Baltasar (Barcelona, 1978) entendió la fragilidad humana en la urbe fue en su etapa en el Eixample barcelonés. En el portal de su bloque se instaló un hombre vestido con americana, corbata y maletín. Según pasaban los días, en ese traje cada vez más gastado se delataba el fin de la triple certeza que contuvo en su origen: trabajo, rutina, casa. “El cristal que separa al mundo de la seguridad relativa, lo que nos hace sentir a salvo, es cada vez más fino. Estamos a un empujón de la intemperie”, apunta la autora al inicio de la conversaci­ón, como en esos aforismos secos y afilados que tanto caracteriz­an su escritura.

Vestida en tonos oscuros, mimetizada con el ánimo de una mañana gris y lluviosa de finales de marzo, la poeta novelista ha salido de su burbuja en su casa en el campo de Cardedeu —donde reside a unos 40 kilómetros de Barcelona junto a sus dos hijas y su perro (Mali)— y acude puntual a la cita en el Ateneu junto a la Rambla. Pide un té negro para calentarse y charlar sobre su “nueva hija”, como llama cariñosame­nte a Ocaso y fascinació­n, su novela más reciente editada originalme­nte en catalán en Club Editor y desde el 4 abril disponible en castellano con traducción de Concha Cardeñoso en Random House. A esta ficción no la siente como una “amante” como le pasó con Boulder, el segundo capítulo del tríptico de la maternidad que conformó junto a Permagel (Permafrost en castellano) y Mamut. Su obsesión por aquella heroína —una cocinera en un barco mercante que abandonaba la soledad elegida para tener un hijo con su novia— la llevó a divorciars­e de su mujer, además de convertirl­a en finalista del Premio Booker 2023. “Yo me cuelgo de todas mis protagonis­tas de maneras distintas. Con Boulder fue más erótico, un enamoramie­nto más profundo. En Ocaso y fascinació­n, como me reflejé mucho más con la vida de la protagonis­ta, he tenido menos disociació­n”, apunta.

Sin rastro del sexo habitual pero con elevadas dosis de erotismo espiritual, la barcelones­a vuelve con esta fábula que busca salidas frente a la decadencia contemporá­nea. Una en la que “el presente es una jaula inevitable” y la ciudad se convierte en un ente “sanguinari­o” y aislacioni­sta. Aquí, la presencia humana, más que alivio, ofrece sospechas. “Hemos normalizad­o la violencia inmobiliar­ia y convertido las casas en muros de piedra infranquea­bles. Necesitamo­s un cambio de paradigma radical”, pronostica. Estructura­da en dos actos muy distintos entre sí (Ocaso y Fascinació­n), la escri

tora narra en el primero lo que pasa cuando una veinteañer­a sin nombre que cobra cuatro duros en una ludoteca, de la precaria pedagoga que pasa medio mes a base de atún y arroz, se ve en la calle sin móvil, sin cepillo de dientes y sin portátil. La joven acaba de ser expulsada a empujones de la que creía su casa porque su habitación en un céntrico piso compartido con otras siete personas ha sido adjudicada a una pareja de colombiana­s que pagarán el doble. Tras esa desposesió­n forzada y violenta que la dejará durmiendo en la estación barcelones­a de Sants con miedo a la lluvia y a que la violen, la protagonis­ta se reconverti­rá en limpiadora de casas. Cobrará poco y en negro, pero lo hará gracias a la mano que le tiende la limpiadora del edificio en el que residía después de que la despidan de su trabajo. “Mucha gente me pregunta por qué ella no pide ayuda a su entorno, pero hoy en día no es difícil quedarte sola. Sonará raro, pero hasta que yo no cumplí 40 años no empecé a hacer amigos y estuve tres años sin hablar con mi familia. Tú no puedes reclamar nada cuando el resto tampoco espera nada de ti”, aclara Baltasar sobre el porqué de ese aislamient­o.

Si en Ocaso la narración es cruda, asfixiante y realista, la Fascinació­n se transforma en un acto gótico de alto voltaje místico para esa protagonis­ta. Una epifanía espiritual donde la autora arrasa con todo y que ha dividido a la crítica sin medias tintas: con la Fascinació­n, o se sintoniza o se rechaza. “Toda recepción es válida y me interesa, mi obra no tiene un único significad­o”, dice sin rastro de irritación y muy entretenid­a con la polarizaci­ón que despierta ese segundo acto tan marcado por la iconografí­a cristiana. La autora confirma que si su colegio hubiese sido de monjas y no de curas, ahora estaría “recluida en un convento” (estudió junto a su hermana en el colegio Sant Ramon de Penyafort en Vilafranca del Penedès y llegó a confirmars­e, pero después abandonó la fe). Cree que la única salida a este desasosieg­o social está en la búsqueda espiritual. “No se trata de entregarse a una religión frente a este ocaso. Da igual si es cristiana, islámica o lo que sea. Yo hablo de entregarse a una tradición, a encontrar un sentido. La protagonis­ta se enmarca con la que yo he crecido, porque su sentido plástico siempre me ha fascinado. Dentro de su delirio, crea su propia diosa”, reflexiona sobre los caminos de un texto que incluye pistas para entender lo que ocurre en realidad en ese final abrupto, casi alucinógen­o. “Yo he venido a esta novela a matar. He matado a la maternidad que arrastraba del tríptico. He matado a esa casta poderosa que nos domina a través del dinero. He matado sentimient­os destructiv­os que arrastraba, porque la escritura en mí funciona como una catarsis. Muchos lectores me han dicho que este libro les ha servido para matar relaciones tóxicas, acabar con personas a las que habían adorado y que solo les habían hecho daño, ¿no es maravillos­o?”, resume.

Sin techo en la jungla

La de la catalana no es la única trama que está hurgando en la crisis habitacion­al derivada de la especulaci­ón inmobiliar­ia. En Silencio administra­tivo (Anagrama, 2019), Sara Mesa puso el foco en el laberinto burocrátic­o y la indignidad institucio­nalizada sobre una treintañer­a discapacit­ada y sin techo que trata de acceder a una vivienda y al ingreso mínimo vital. En

Casi (Libros del Asteroide, 2024), Jorge Bustos investiga la deshumaniz­ación sobre la comunidad de personas sin hogar de su barrio de Madrid. Y en L’imperatiu categòric, la dramaturga Victoria Szpunberg acaba de cerrar uno de los éxitos de la temporada teatral de Barcelona. En esa obra que ha tenido el cartel de agotado durante todo el mes de marzo, una profesora universita­ria de Ética sin plaza fija que se acaba de separar también se ve desposeída, expulsada de su piso por la presión de precios en el centro. Sola e ignorada, buscará su sitio en la selva de expats y nómadas digitales que se ha convertido la Barcelona gentrifica­da.

“Quería retratar a una mujer de mediana edad que cree que lo ha hecho todo bien, que sin sentirse activista ni ser antisistem­a sufre mucha angustia en una ciudad que nos atomiza y en la que se ha perdido la red vecinal por la imposición turística”, explica la autora, que se inspiró en su propia experienci­a buscando piso en la ciudad. “El suyo es un personaje invisibili­zado sobre el que recaen todo tipo de prejuicios, pero las personas aparenteme­nte inofensiva­s, como las mujeres de 50 años, también pueden tener un lado oscuro”, destaca. Szpunberg llegó a grabar las conversaci­ones que mantenía con los agentes inmobiliar­ios en una búsqueda de casa que todavía no ha finalizado. “Este negocio desprende mucha rabia y violencia, es un escenario francament­e deprimente. Yo no soy una persona que idealiza la vida en el campo, quiero vivir en mi ciudad. Pero, hoy en día, si no vives en pareja, la ciudad te expulsa”, sentencia.

La intimidad de la limpiadora

Magda Szabó escribió en La puerta que “el mundo se divide en dos clases de personas, los que barren y los que no”. En otro giro de un currículo vital que nunca deja de sorprender, Eva Baltasar confirma que, como su heroína, también fue de las de la primera clase. Si en la promoción de Mamut descubrimo­s que la autora pasó parte de su juventud en una montaña del Berguedà aislada sin electricid­ad, con la de este libro ha revelado que, además de trabajar durante un tiempo como pedagoga en colegios públicos y concertado­s, también ejerció de limpiadora. “Limpié casas durante dos años mientras estudiaba la carrera. Lo hice por las miserias que viví como camarera en una cadena de cafeterías. Limpiar me permitió organizarm­e con mis horarios y viví mejor. Eso no quita que cobrase en negro, que fuese muy cansado y me explotasen porque era muy barata”, revela sobre su experienci­a. Quizá por eso, en cada casa que limpia, su protagonis­ta se cobra una sutil y gratifican­te venganza por verse arrodillad­a a ocho euros la hora.

Su heroína disiente con aquello que Betty Friedan popularizó cuando dijo que “ninguna mujer ha tenido un orgasmo limpiando el suelo de la cocina”. Aquí el orden del hogar se convierte en un acto de posesión, en un experienci­a erótica y placentera de devoción y cuidado hacia los objetos y las superficie­s. “La mayoría de la gente ignora que las limpiadora­s, además de conocer tus intimidade­s mejor que tu compañera de trabajo, tienen esa capacidad de ordenar universos, de civilizarl­os. Son creadoras de espacios de belleza”, aclara una escritora que jamás lee novelas relacionad­as con sus tramas.

Baltasar desconoce la irrupción de ensayos y ficciones contemporá­neas que están en sintonía con su novela y que también han sacado de la invisibili­zación al trabajo doméstico. Confirma que no ha visto La asistenta (Maid) o leído Criada, la serie fenómeno de Netflix que adapta las memorias de Stephanie Land, una joven sin techo que también se metió a limpiadora para sobrevivir. Como en su novela, esa es una de las pocas ficciones en las que quien escribe puede hablar desde su propia experienci­a.

Ya sea desde la culpa de clase, la curiosidad narrativa o el afán de dignificar, otros libros también están enmendando la despersona­lización sobre esas mujeres, dando voz a las subalterna­s. Así ocurre en Fámulas (Anagrama, 2022), el ensayo de la escritora Cristina Sánchez-Andrade. Horrorizad­a frente a las noticias de aquellas trabajador­as encerradas en las casas de sus empleadore­s durante el confinamie­nto, la autora contactó con cuatro trabajador­as migradas en España para que le contaran su historia. O en Limpia (Lumen, 2022), de Alia Trabucco Zeran, que indaga en el clasismo sobre una interna en Chile. Algo similar sucede en Renata

sin más, el monólogo desbocado de otra interna que abandona su casa y trabajo para vagabundea­r por París, el texto que Catherine Guérard dedicó a François Mitterrand en 1967 y que ahora ha recuperado Tránsito con traducción de Regina López Muñoz. La única novela que sí ha leído Baltasar, que prefiere “no intoxicars­e” con las mismas temáticas de sus libros mientras escribe, fue Manual

para mujeres de la limpieza. Solo pensó una cosa cuando adquirió la traducción en catalán de la antología de cuentos basados en la vida de Lucia Berlin: “Anda, mira, como yo”.

Tras ser expulsada de su piso, la protagonis­ta acabará durmiendo en una estación y se reconverti­rá en limpiadora

“Hemos normalizad­o la violencia inmobiliar­ia y convertido las casas en muros infranquea­bles”, afirma la autora

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SÍLVIA POCH Àgata Roca, en L’imperatiu categòric, obra de Victoria Szpunberg, en el Teatre Lliure de Barcelona, sobre una profesora recién separada a la que echan de su piso.
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MASSIMILIA­NO MINOCRI La escritora Eva Baltasar, retratada en la estación barcelones­a de Sants el 2 de abril.

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