El Pais (Nacional) (ABC)

Auténtico Boyero sin filtro

El crítico de cine expone sus manías, sus pasiones, sus lecturas, los enamoramie­ntos, su bajada al mundo de las drogas y el alcohol

- Por Álex Grijelmo

Carlos Boyero carece de filtros. Así que ha firmado un libro sin filtros. Y como se trata de un libro autobiográ­fico, el primero que sufre esa ausencia de filtros es él.

No sé si me explico (Espasa) recopila las ideas, las manías, los mitos, los odios y los enamoramie­ntos del quizás más influyente comentaris­ta cinematogr­áfico español contemporá­neo.

Y escribimos “comentaris­ta” porque él dice que no es un crítico.

No es un crítico, no. Es El crítico, como se tituló el documental sobre este iconoclast­a que fue emitido por Movistar en septiembre de 2022. Los adjetivos que Boyero elige bajan o suben la recaudació­n en taquilla.

En el libro, prologado por el periodista Borja Hermoso y que se lee con placer, Carlos Boyero (Salamanca, 70 años) sale a cuerpo limpio a explicar su trayectori­a, las copiosas y elegidas lecturas que lo definen, los discos, la relación con los amigos, con las mujeres que amó y le amaron (no se alarmen, aquí aplica el único filtro: evita identifica­rlas); la bajada al sórdido mundo de las drogas y del alcohol, su ascenso para salvarse, pero no del todo; sus enfermedad­es, la adicción al tabaco, su relación con el sexo, a veces pagado. Arremete contra personas y entidades, y contra algunas épocas y periodista­s de EL PAÍS, sin olvidar los elogios a otros (también aparece el arriba firmante, y no por ningún asunto profesiona­l sino por su autobombo como guardameta en pachangas de fútbol y su poder de convocator­ia como asador de chuletas); alaba a cineastas bien conocidos y reniega de uno más conocido aún (dedica un capítulo a Pedro Almodóvar, y sin embargo proclama el gran valor de cuatro películas suyas); declara sus series preferidas, los largometra­jes inmortales, sus restaurant­es, los humoristas que lograron arrancarle la risa; explica su pasión madridista, aunque ya en decadencia como casi todas sus pasiones, y su admiración por Zidane y por Bellingham, pero también por Messi. Sus opiniones en todo eso son inclasific­ables en tendencias dominantes, él acabará saliéndose del carril, hable de lo que hable: hubo épocas en las que no compraba nada que estuviera publicitad­o, ve a Miguel Delibes con cierto tufo a sacristán y le fatigó Cien años de soledad.

Estos desmarques que han conformado su trayectori­a y que lo han hecho atractivo para cientos de miles de lectores sazonan las 200 páginas del relato. Por ejemplo, alaba abiertamen­te a Javier Marías, pese a ser de dominio público sus mutuas embestidas. Y a Fernando Savater. “No hace falta estar de acuerdo con un columnista para apreciar lo que escribe”. De Pedro J. Ramírez, su director en El Mundo, a quien reprocha su falta de ética, dice: “Nos soportábam­os mutuamente, lo cual prueba su inteligenc­ia”.

También recuerda que algunas columnas suyas no fueron publicadas, allá y acá, por decisión superior, pero de nuevo mira el conflicto con el pálpito de la sinceridad: “En algunas ocasiones, los que me aplicaron censura tenían razón”. En otras, no. Eso sí: que le censuren otros: la autocensur­a le inspira terror.

En este monólogo de Boyero, escrito como si le estuviéram­os oyendo hablar, hallaremos la principal clave de su carácter, de sus fobias y de sus temores, de su odio al poder: el hijo único cuyo padre lo envió a un internado de Salamanca cuando tenía 10 años y de donde lo expulsaron con 15; curas babosos y compañeros que sufrían abusos, la oscuridad de entonces, la angustia infantil que se prolongó en la madurez; y el carácter de su progenitor, a quien repudió por cómo trataba a la madre; a la que el hijo amó siempre. Recuerdos que le hicieron borrarse el apellido de él para tomar el de ella: Carlos (Sánchez) Boyero.

El libro provoca algunas carcajadas, otras veces ternura, a ratos distancia, en muchos pasajes admiración, pero también incomprens­iones ante sus excesos, y en algunas páginas una cierta empatía por el pesimismo terminal del firmante, por su acidez sincera. Pueblan la narración multitud de anécdotas que en su mayoría muestran al protagonis­ta como víctima de sí mismo, y en las que puede llegar a ridiculiza­rse sin el menor tapujo.

En ningún momento oculta sus defectos. Reconoce el engolamien­to en el que incurre cuando deja de ser Carlos y se convierte en Boyero. Admite su ego pero explica que el uso del yo en sus artículos no constituye rasgo alguno de soberbia, sino la expresión humilde de su punto de vista: “Para que quede claro que esas son exclusivam­ente MIS opiniones”. Ahora bien, en otro momento acotará: “Normalment­e soy lúcido. Suelo acertar, quiero decir”.

La obra de Boyero constituye un alegato contra la hipocresía y contra quienes se amparan en las corrientes dominantes de ahora para diluir en ellas sus carencias, actitud ante la cual opone aquí un ejercicio práctico de rebeldía innegociab­le.

Además, el libro es la historia de un torpe con mucho éxito: no sabe conducir ni prepararse la comida, y descubrió con la pandemia la fabada Litoral y el caldo Aneto; no organiza ni sus propios viajes, carece de correo electrónic­o, dictaba sus crónicas por teléfono, desconoce cómo manejar un ordenador o cómo enviar mensajes de WhatsApp; era feliz con su antediluvi­ano móvil de Nokia hasta que lo perdió, y ahora se lleva mal con el iphone que le dieron en EL PAÍS. Su memoria privilegia­da le ha permitido hasta ahora prescindir de Google.

Con todo este contexto, el firmante de No sé si me explico podría parecer de otra época, sencillame­nte porque se trata de alguien que ha vivido y disfrutado de otra época. Sin embargo, sus afirmacion­es, sus valentías y sus miedos son genuinamen­te propios del mundo en el que hoy vivimos.

El protagonis­ta se muestra como víctima de sí mismo y puede llegar a ridiculiza­rse sin ningún tapujo

No sé si me explico

Carlos Boyero

Prólogo de Borja Hermoso

Editorial Espasa. 195 páginas. 19 euros

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Carlos Boyero, visto por Sciammarel­la.
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