Ariana Grande
Eternal Sunshine Republic / Universal
La autoficción ha llegado al pop femenino para quedarse. Después de Beyoncé, Taylor Swift, Miley Cyrus o Shakira, llega el turno de Ariana Grande. Su nuevo disco, un divorce album en toda regla, parece pensado para responder a las especulaciones sobre su vida privada de finales de 2023, cuando fue tratada de rompehogares al iniciar una relación con el actor Ethan Slater, entonces casado, con quien rodaba la película inspirada en el musical Wicked. Precisamente, el disco se abre con una introducción al estilo de Sondheim, uno de esos preludios que anuncian la dramaturgia de la obra y las ideas musicales que se desplegarán en ella. En este caso, el final inexorable de su matrimonio y el comienzo de un nuevo idilio sobre arreglos propios del R&B del último cambio de milenio. Antes se hacía un comunicado. Ahora se edita un disco: Grande responde a las críticas, juega con su personaje de villana y se defiende con la vulnerabilidad por bandera. Las mujeres ya no lloran. Las mujeres hacen caja mientras alimentan la conversación en redes.
El oportunismo está claro. Lo que no quita que el disco, breve pero arrebatador, sea lo mejor que ha hecho la cantante. Grande deja atrás el virtuosismo vocal más gratuito y se aleja de sus hits de antaño, eficaces pero huecos, para explorar territorios más sugerentes de la mano de un impecable Max Martin, coautor de 11 de los 13 temas. Abundan las canciones redondas: ‘Bye’, ‘Don’t Wanna Break Up Again’, ‘The Boy Is Mine’ —guiño al clásico de Brandy y Monica—, ‘Eternal Sunshine’ y, sobre todo, ‘We Can’t Be Friends’, himno doliente que pudo cantar Robyn. Al final, el single ‘Yes, And?’ es lo peor de un disco que solo se resiente de una poética que, a ratos, resulta poco sofisticada. Pero que logra recordar, de lejos, a Daydream, de Mariah Carey, o The Velvet Rope, de Janet Jackson, dos trabajos que dejaron claro que sus responsables no seguirían siendo muñecas dóciles del sistema.