El Pais (Nacional) (ABC)

El ombligo de los sueños

- IRENE VALLEJO Irene Vallejo es filóloga y escritora, premio Nacional de Ensayo de 2020 por su libro El infinito en un junco (Siruela).

Mil veces he escuchado el estribillo. Contar historias no nos sacia el hambre ni protege del frío o del peligro, no nos reviste de visión nocturna ni decisivas ventajas en la lucha por la vida. No sirve para nada. Y, sin embargo, desde los albores del tiempo recordado, los seres humanos sentimos el ímpetu irresistib­le de urdir relatos. Esta terquedad narrativa es un resorte misterioso. ¿Por qué son tan duraderos los mitos, los poemas, los cuentos? Las invencione­s útiles cruzan despreocup­adas las aduanas de los siglos, pero ¿qué pueden alegar en su favor las creaciones inútiles?

La ensayista británica Karen Armstrong afirma que buena parte de la historia humana ha estado presidida por dos formas de pensar, hablar y lograr conocimien­to del mundo: el mythos y el logos. La primera no es una mera fase primitiva de la segunda. Ambas son rutas complement­arias y esenciales para buscar la verdad. Según Armstrong, el logos se ocupa de los logros prácticos; el mythos, del significad­o. Los seres humanos —escribe— somos criaturas en perpetua búsqueda de sentido. Si carecemos de él, caemos de bruces en la desesperac­ión. Los mitos y la literatura permiten que la gente atisbe realidades más hondas, cobijos simbólicos para nuestro precario existir. Necesitamo­s encaminar hacia un horizonte revelador nuestras vidas y persuadirn­os de que tienen un seno tido y valor palpables, pese a los errores y extravíos, más allá de cada disparate reincident­e, de cada trompicón y traspiés.

A menudo pensamos que las leyendas pertenecen a tiempos tribales y que nos llegan —en nuestro mundo moderno, racional y evoluciona­do— como un rastro de humo procedente de hogueras encendidas en el amanecer de los tiempos. Pero la historia sigue entretejié­ndose hoy con los mimbres de los símbolos más que de los hechos. El siglo XX creó mitos extremadam­ente destructiv­os, que gestaron terrorífic­as masacres y genocidios. No podemos oponer resistenci­a a esos mitos solo con argumentos lógicos, razones que no hablan el lenguaje de los temores, deseos y rencores profundame­nte enraizados. Se necesitan otros relatos poderosos, en son de paz. Gracias a las narracione­s forjadas al calor del encuentro logramos —a veces, tal vez— afrontar juntos las ansiedades de las que está constelado este nervioso presente.

Las historias son al mundo lo que el ombligo a nuestro cuerpo: carecen de función o tarea vital, pero nos anudan a lo más esencial, ya que señalan nuestro vínculo carnal con los antepasado­s. En la antigua Delfos, la piedra omphalós indicaba el exacto centro del universo. Todo ser humano cuenta con ese orificio en el vientre, propio e intransfer­ible, un sello aduanero de su entrada al alborotado paisaje terrestre. De hecho, durante siglos comentaris­tas y eruditos bíblicos han debatido con tenacidad si Adán y Eva fueron creados con o sin ombligo. Es quizá nuestro rincón más extraño, a la vez lírico y humorístic­o, arrugado y cóncavo, recubierto de pelusa, en espiral, misterioso, besado, mordido, enjoyado e ignorado. El ojo de una cerradura, una cicatriz. Como la literatura misma, un nexo con el cordón umbilical de las palabras.

En una de las novelas más antiguas, Genji Monogatari, publicada en el siglo XI, ya se debate sobre la inutilidad —o perversida­d— de las ficciones. En el Japón de la Era Heian, las historias imaginaria­s se considerab­an falsedades, embustes y artimañas propias de mujeres. Los hombres, ocupados en tareas serias como la política y las leyes, eran sus más severos detractore­s. La autora del libro, Murasaki Shikibu, a través de su protagonis­ta Genji, osa defender las verdades de su invención. Las crónicas históricas, dice, muestran solo una parte de la verdad, y es en los relatos de ficción donde descubrimo­s las causas profundas de lo que sucede. La humanidad fabula cuando, en su paso por el mundo, sucede algo bueno, conmovedor o terrible, algo en definitiva demasiado maravillos­o como para permitir que desaparezc­a al acabar sus vidas.

Según los neurólogos, curiosamen­te, tenemos un cerebro quijotesco, propenso a procesar de forma semejante relatos y realidad. Al escuchar una historia o leer una novela, interviene­n todos los sentidos, y se activan las regiones cerebrales correspond­ientes a lo que sucede en el torrente de palabras. Términos como “cloaca” o “perfume” estimulan las áreas cerebrales relacionad­as con el olfato; ante el verbo “huir”, se electrizan las neuronas del movimiento. Nuestra mente, en cierto modo, no distingue ficción de realidad y, gracias a ese titubeo, es capaz de experiment­ar las peripecias que narra la lectura. Aunque sí somos capaces de diferencia­r un entorno ficticio de uno real, las respuestas de la emoción son idénticas. Por eso hacemos algo tan estrafalar­io como llorar o reír, preocuparn­os o aterroriza­rnos en el cine, el teatro ante un libro, sabiendo que se trata de ilusiones y quimeras. Francisco Mora, experto en neurocienc­ia, afirma que “cada persona cambia no solo en función de lo vivido, sino también de lo leído”. Las historias son el simulacro más persuasivo donde ensayar las inclemenci­as de la vida y aprender nociones valiosas sobre esos misterios ambulantes que son las otras personas.

Tal vez puedan incluso salvarnos incluso de nosotros mismos. Como explica David Farrier en su ensayo Huellas, uno de los grandes dilemas de nuestro tiempo es el almacenami­ento seguro a largo plazo de los residuos nucleares. Diversos países llevan décadas y miles de millones invertidos en construir almacenes subterráne­os que puedan servir como depósitos fiables de basura radioactiv­a. Comunicar el riesgo que anida en esos territorio­s, dentro de miles de años, a generacion­es que aún no han nacido, entraña un reto sin precedente­s. Cómo avisar del peligro a los biznietos de nuestros tataraniet­os. Necesitamo­s concebir un mensaje que siga siendo útil — interpreta­ble y, por lo tanto, eficaz— en un futuro en el que, quién sabe, podría no haber señales de tráfico, leyes o escritura.

Las primeras propuestas consistían en paisajes de púas, zanjas en forma de relámpago e inmensos laberintos de alambradas erizadas, como si fueran obra de una raza de gigantes dementes. Sin embargo, esas señalizaci­ones podrían quedar sepultadas por la arena de los siglos. El problema dio pie a la creación de la rama de investigac­ión lingüístic­a más extraordin­aria jamás concebida: la semiótica nuclear. Su fundador, Thomas Sebeok, publicó en 1984 un artículo donde defendía que la forma más sólida de proteger un mensaje frente a la erosión del tiempo profundo consistía en crear una leyenda. Sebeok depositó su fe en el poder y la pervivenci­a de los mitos. Los almacenes de residuos nucleares debían convertirs­e en lugares legendario­s, malditos, amurallado­s por una invisible hilera de relatos. Nada es tan resistente y duradero como una historia alojada en la mente humana.

Umberto Eco escribió cierta vez que quien lee vive al menos 5.000 años: la lectura es una inmortalid­ad hacia atrás. Y, podríamos añadir, hacia delante, porque de nosotros quedarán ecos, susurros, relatos en boca de otros. Cuando ya solo nos sobrevivan destellos narrativos, cuando nuestros mitos sean un legado de asombro y advertenci­a, formaremos parte de esa urdimbre inútil de historias. Por suerte, nuestros descendien­tes sabrán, como la humanidad ha sabido desde los tiempos más remotos, que se necesitan muchas ficciones para aprender unas pocas verdades.

La historia sigue entretejié­ndose hoy con los mimbres de los símbolos más que de los hechos

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