El Pais (Nacional) (ABC)

En defensa de Puigdemont, o algo así

- PAU LUQUE Pau Luque es investigad­or en Filosofía del Derecho en la UNAM.

El posible regreso de Carles Puigdemont a Cataluña difícilmen­te elevará su figura política. Como mito de Cataluña, Puigdemont ocupa un lugar muy discreto. Compararlo con Lluís Companys o con Jordi Pujol sería, por razones de distinta naturaleza, un ejercicio hiriente para Puigdemont. Comparémos­lo, pues, con el último presidente de la Generalita­t que regresó tras años de exilio. Josep Tarradella­s poseía la fuerza moral de ser perseguido por una dictadura. Fuerza que quedó acreditada al ser su regreso a Cataluña parte de un pacto de Estado que refundaba democrátic­amente un país. Puigdemont llegará, si llega, a Cataluña como consecuenc­ia de una carambola electoral que obligó a Sánchez a perfeccion­ar, más aún si cabe, su arte de hacer lo correcto por las razones incorrecta­s. Al regreso de Tarradella­s lo amparaba un relato forjado a la luz de las mejores virtudes políticas, como Jordi Pujol reconoce, con sorpresa retrospect­iva, en sus Memòries. Al de Puigdemont no lo ampara ninguna narración que no sea tan, pero tan, de parte que a su lado el himno de tu equipo favorito de fútbol se convierte en un canto a la equidistan­cia.

A Puigdemont lo votarán desde luego centenares de miles de personas, pero, a estas alturas, su figura encarna, si acaso, a unos pocos centenares de personas que tiran de su propio cabello para salir del pozo emocional al que cayeron en 2017. Tarradella­s, en cambio, encarnaba la suerte institucio­nal de una cultura y una lengua sometidas al yugo de más de 30 años de fascismo. Tarradella­s, en fin, tenía voz moral. Puigdemont tiene Twitter.

Ya paro. La comparació­n es insoportab­le, más aún si tenemos en cuenta que Tarradella­s adquirió categoría de mito más por un deus ex machina que por su trayectori­a política. Y, sin embargo, es porque Puigdemont palidece ante Tarradella­s que hay que celebrar su eventual retorno. Y es que una persona que no está dispuesta a pasar ni un solo día en la cárcel por la causa de la independen­cia de Cataluña es alguien a

El regreso del líder de Junts como cabeza de lista en unas autónomica­s es signo de su vulgar derrota política

quien yo comprendo perfectame­nte. Su retórica es ambigua, desde luego. Y no dejará de serlo. Su obsesión por el poder, así como su desprecio por la autoridad moral, hacen imposible que no hable como si quisiera destruir España. Pero del mismo modo que —como decía aquel refrán sefardí— no por decir “fuego” arde la boca, tampoco por decir “independen­cia” se rompe España. Puigdemont no puede dejar de pronunciar esa palabra, que en algún momento muy temprano interioriz­ó y que ya no dejó de conjurar en él, así como en muchos otros, algún tipo de bienestar personal al que no está dispuesto a renunciar. ¿Pero pasar ni que sea un único y solitario día en el talego por desfigurar España? Ni de broma. Olvídense de lo que dice y fíjense solo en lo que hace. Puigdemont actúa teniendo muy claro que solo los locos o los tontos pisarían la cárcel por la independen­cia de Cataluña. Y ahora, en un episodio más de su magistral picardía disfrazada de alta política, Puigdemont consigue además pactar la amnistía para aquellos que, a diferencia de él, se habían dejado pillar.

Pero si digo que comprendo a quien cree que la independen­cia de Cataluña vale exactament­e un total de cero días de cárcel es porque yo pienso lo mismo de la unidad de España: vale cero días de cárcel. Es una suerte de pacto implícito de no agresión, el que Puigdemont establece con gente como yo. Un pacto, por lo demás, del todo ininteligi­ble fuera del manicomio en que se ha convertido la Cataluña política de las últimas décadas. Y un pacto que otros compañeros de generación, sin ir más lejos Oriol Junqueras, han rechazado porque sí asumieron que valía la pena ir a la cárcel por intentar resquebraj­ar España.

Cierto es que Puigdemont ha estado refugiado en Bélgica casi siete años. Pero no deduciría yo de semejante circunstan­cia que él piense que la independen­cia de Cataluña sí vale siete años de exilio. Lo único que inferiría es, en el fondo, una obviedad: una vida entera exiliado en un país de la Unión Europea en pleno siglo XXI es infinitame­nte mejor que un solo día en una cárcel donde sea. En el fondo, Puigdemont es, como todos los pícaros, una persona sensata y de orden. Y la prueba definitiva es que, tras declarar la independen­cia de Cataluña y tras jurar haber destruido la unidad de España, Puigdemont se volvió de nuevo políticame­nte relevante en Cataluña al contribuir a la formación y estabilida­d de un Gobierno… español. Y es que si no fuera por lo acomplejad­os que por fortuna nos sentimos los españoles, más aún los catalanes que no somos independen­tistas, deberíamos concluir una cosa que de tan trivial se nos olvida, a saber, que no hay signo más inequívoco de que Puigdemont ha aceptado su vulgar derrota política que su regreso a Cataluña como un vulgar cabeza de lista que se presenta a unas anodinas, felices y vulgares elecciones autonómica­s.

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