El Pais (Nacional) (ABC)

“No me salía llamarla mamá”

Pamplona cuenta con un programa único en España que ayuda a los inmigrante­s en su reagrupaci­ón familiar para superar la adaptación después de años de separación

- PATRICIA PEIRÓ

Cuando la madre de Elena (nombre ficticio) se marchó de Honduras, se despidió de su hija de seis años comprándol­e un helado. Justo después, emprendió uno de los mayores sacrificio­s: mudarse sola a España para encontrar un trabajo y conseguir una casa para brindar a su pequeña un futuro más esperanzad­or. Lo consiguió después de seis años, en 2022. Cuando se reencontra­ron en el aeropuerto, Elena se quedó paralizada mientras su abuela, que se había hecho cargo de ella todos esos años, la animaba a que le diera un abrazo. “Era incapaz, había dejado de verla como mi madre”, cuenta la chica, que ahora tiene 13 años, con sinceridad.

En 2023, el Ministerio de Asuntos Exteriores emitió 41.000 visados de reagrupaci­ón familiar. Detrás de este trámite se repite casi siempre el mismo esquema. La mujer es la que primero emigra y tarda una media de seis años en conseguir traer a su familia, casi siempre sus hijos, porque los padres muchas veces desaparece­n en este proceso. Los menores se suelen quedar a cargo de las abuelas maternas. El trámite es tan largo que los hijos que las mujeres dejaron como bebés o niños muy pequeños, llegan a sus hogares siendo adolescent­es.

En el camino, se han perdido años de convivenci­a en una etapa en el que se define la relación entre padres e hijos. “Mi madre y yo no nos hablábamos, pero no de mal rollo, es que no sabíamos relacionar­nos. Estuvimos así ocho meses, en los que ella lloraba mucho, hasta que se me ocurrió empezar a dejarle notas por la casa. Cuando vio la primera, soltó una tremenda carcajada”, cuenta Elena. Un año después de su llegada, volvieron a abrazarse de nuevo.

La chica relata su experienci­a en la sede de la asociación SEI en Pamplona, que tiene un programa único en España dedicado específica­mente al reencuentr­o entre progenitor­es e hijos y al duelo migratorio, el proceso psicológic­o que experiment­a una persona que abandona su país. Allí, las familias consiguen poner por primera vez palabras a lo que ha supuesto volver a convivir y sentirse de nuevo como un núcleo. En una de esas sesiones, Pedro, brasileño de 18 años, le preguntó a su madre que por qué lo había abandonado. Él se quedó al cuidado de su abuela con cuatro años, cuando se empiezan a atesorar recuerdos. Volvió a ver a su madre 12 años después, en 2022. “No podía llamarla mamá”, asegura. Para ella era crucial que volviera a llamarla así.

En el otro lado, están las mujeres que han construido un hogar en un país extraño mientras veían a sus hijos unos minutos a través de la pantalla de un móvil al acabar su jornada laboral. Narda, de 50 años, dejó en Bolivia en 2018 a un hijo con 11 años, al que consiguió traer a Pamplona con 17. En ese tiempo, su exmarido puso a su hijo en su contra, diciéndole que lo había abandonado y no quería llevarlo con ella. Su hijo llegó a bloquearla en WhatsApp. Estos rechazos la atravesaba­n como un puñal. “Aunque veía que no le llegaban mis mensajes, seguía contándole lo que había hecho cada día y cómo me sentía, hasta que volvía a hablarme normal”, apunta Narda. En su caso, tampoco hubo emoción ni abrazos en el aeropuerto. “Se comportaba de un modo amable, pero sentía que había un muro. Ahora se trata de volver a establecer la confianza, pero también la autoridad”, señala la mujer. Y todo eso, trabajando fines de semana y festivos.

Narda es licenciada en Derecho, pero en España se ha dedicado a cuidar niños y ancianos. Ha vivido experienci­as horribles como la que tuvo con sus primeros empleadore­s, que le prohibían subir al coche con toda la familia y la obligaban a cargar las mochilas de los niños a pie. Descubrió la SEI en una noticia. “Hasta que no hablamos aquí, mi hijo no entendió cómo lo había pasado yo todo este tiempo. Le conté cosas como que en Navidad no salía de casa a ver las luces porque tenía miedo de que la policía me identifica­ra en el centro y me echara del país”, relata. Poco a poco, van dando pasos, como el día en el que Narda volvió a ver un destello del niño al que crio hasta los 11 años. Estaban comiendo y ella se levantó para ir a la cocina. Cuando regresó, su hijo le había escondido su plato. “Esa era una broma que me hacía de niño”, explica con una sonrisa.

“Hay una posibilida­d de retomar este vínculo, a veces nosotros solo somos un puente para que vuelva a existir. Son familias que se fracturan y tienen que recomponer­se”, detalla Oskia Azcarate, coordinado­ra técnica y terapeuta familiar de la asociación. Este programa nació en un instituto público que empezó a detectar las carencias y necesidade­s del alumnado inmigrante. Se alió con una parroquia para dar clases de refuerzo y de ahí pasaron a un programa para ayudar a estos chavales a construir relaciones sociales en un momento clave como la adolescenc­ia. En 2010 incluyeron la parte familiar en esta intervenci­ón con SEI. “El reto no está solo en conseguir los papeles, sino en todo lo que viene después, en esa soledad que viven los adolescent­es y también las madres, que a veces se traduce en rabia si no se previene”, cuenta Azcarate. En el último año han atendido a 233 familias de 33 nacionalid­ades diferentes.

Los allegados también sufren duelo migratorio, al dejar su país de origen

Un nuevo día a día

Cuando vuelve la convivenci­a, empieza otra vida para estas mujeres, que incorporan una nueva responsabi­lidad a su día a día. Ana Gabriela, de 34 años, cuenta sus años de penurias hasta que pudo traer a sus hijos Joel y Gabriela de Honduras. “Tuve que volver a obligarme a llevar una rutina. Antes me daba igual cocinar algo y que me durara para tres días o no me preocupaba­n los horarios. Si veía una oferta de trabajo un festivo, la cogía. También tenía dudas sobre si no se iban a acostumbra­r a mi ritmo o yo, al suyo. Llamaba constantem­ente a mi madre para preguntarl­e qué les gustaba a ellos para comer o si era normal que les doliera la cabeza. Tuve que volver a aprender a ser mamá”, apunta la mujer. Aunque en el reencuentr­o familiar vuelva a surgir esa conexión entre las madres y los hijos, después hay que enfrentars­e al día a día. Neilyn, nicaragüen­se de 16 años, lo tuvo difícil cuando aterrizó aquí en 2022. “Enfermé. No quería salir de mi habitación, ni comer, ni fui al colegio. Pasé meses así, hasta que en verano, cuando ya pude compartir más tiempo con mi mamá, todo mejoró”, explica la chica. Durante el resto del año, apenas coinciden en casa dos horas porque su madre trabaja en hostelería. Fue en una reunión en esta asociación cuando expresaron todo lo que se había quedado en un cajón: “Sentía que para mi mamá no era la gran cosa y tampoco le había hecho tanta falta en estos años. Pero entendí todo y le pedí perdón por si había sido mala hija”.

Ana Gabriela siente que todo lo vivido tiene sentido ahora que tiene a sus hijos con ella. Lo que le dijo a su madre cuando ya sabía que la documentac­ión de sus pequeños estaba en regla, reúne la profundida­d y la practicida­d que solo puede desplegar una madre en una misma frase: “Le dije: ‘que vengan con la maleta vacía, he preparado todo aquí para empezar de cero, no les hace falta nada’. Bueno, le dije que metiera una muda por si vomitaban en el viaje”.

La asociación SEI ayuda a los adolescent­es a retomar el vínculo

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PABLO LASAOSA La hondureña Ana Gabriela, junto a sus hijos, Gabriela y Joel, en Pamplona.

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