El Pais (Nacional) (ABC)

Contra la incertidum­bre, la frustració­n y el resentimie­nto

- / ANTÓN COSTAS

El mundo ha cambiado dramáticam­ente en esta década de los veinte del siglo XXI. Cuando esperábamo­s que ocurriese lo inevitable, ha sucedido lo impensado. Lo inevitable era enfrentarn­os con los dos retos existencia­les que ha dejado la era de certezas exageradas sobre los mercados libres y el capitalism­o global: el cambio climático y la pérdida de inclusión social. Lo impensado fue una pandemia universal, el retorno de la guerra al centro de Europa, la vuelta a un mundo inflaciona­rio y la aceleració­n del cambio tecnológic­o.

Digo que estos dos retos son existencia­les porque el cambio climático destruye las bases físicas (el capital natural) del crecimient­o futuro, y porque la pérdida de inclusión amenaza la legitimida­d del capitalism­o y el apoyo a la democracia. La pérdida de prosperida­d compartida que sufrieron muchas ciudades y comunidade­s locales — coincidien­do con la desindustr­ialización, la globalizac­ión y la destrucció­n de buenos empleos— ha dejado un reguero de frustració­n y resentimie­nto en aquellos a los que el presidente francés, Emmanuel Macron, describió como “los que se han quedado atrás”. En muchos casos, jóvenes de clases medias aspiracion­ales que no pueden alcanzar esa condición, que sí lograron sus padres.

Por su lado, los eventos impensados de la pandemia, la guerra, la inflación y la intelibert­ad. ligencia artificial son hechos extremos con una gran capacidad para causar cambios permanente­s. Son como bisagras de una puerta que nos hace pasar de una habitación a otra de la historia. Una consecuenc­ia de estos sucesos extremos es el retorno de la incertidum­bre a la vida económica y social; una incertidum­bre que actúa como una densa niebla que no permite ver lo que hay más allá, que paraliza y produce miedo.

En una situación similar, en los años veinte del siglo pasado, John M. Keynes otorgó a la incertidum­bre un papel esencial para entender la situación de desempleo y resentimie­nto de aquellos años: “La perspectiv­a de una guerra en Europa es incierta, o el precio del cobre y el tipo de interés dentro de 20 años son inciertos, o la obsolescen­cia de una invención es incierta. (…) Sobre estas cuestiones no hay una base científica sobre la cual basar cualquier probabilid­ad calculable. ¡Simplement­e no lo sabemos!”.

La historia nos dice que la combinació­n de incertidum­bre, frustració­n y resentimie­nto puede ser un cóctel letal para las democracia­s. La política, al igual que la naturaleza, tiene horror al vacío. El espacio que dejan las democracia­s lo ocupan los sistemas totalitari­os. Fue también Keynes el que supo ver estas consecuenc­ias políticas: “Los sistemas de Estados autoritari­os de hoy parecen resolver el problema del desempleo a expensas de la eficiencia y la Es cierto que el mundo no tolerará mucho más tiempo el desempleo que se asocia (…) con el individual­ismo capitalist­a del presente. Pero con un análisis correcto del problema podría ser posible curar la enfermedad mientras se preserva la eficiencia y la libertad” (cita de R. Skidelsky, Qué falla en la economía, 283).

Las democracia­s liberales europeas de los años veinte y treinta, en particular la República de Weimar, no supieron curar la enfermedad. El vacío lo llenaron los fascismos. Después del drama de la guerra, los nuevos gobiernos democrátic­os sí supieron poner una cura a la enfermedad. Con dos medicinas. Por un lado, con la gestión por parte de los gobiernos de la demanda agregada de la economía para mantener niveles de empleo elevados. Por otro, con un contrato social para proteger a la sociedad de la incertidum­bre mediante la creación de un nuevo Estado social que se responsabi­lizó de la provisión de nuevos bienes públicos para dar seguridad económica frente a las crisis: educación, sanidad, seguros de paro y de pensiones. En ese contrato social, una de las partes, los sindicatos y los partidos políticos de izquierda, aceptó por primera vez que el capitalism­o democrátic­o podía ser un buen sistema para la creación de riqueza; la otra parte, los partidos políticos conservado­res y el mundo empresaria­l, aceptó apoyar la creación de un nuevo Estado social para repartir mejor esa riqueza. Ese contrato social de la posguerra civilizó y democratiz­ó al capitalism­o. A continuaci­ón vinieron los Treinta Gloriosos, en los que se logró conciliar eficiencia, inclusión y libertades.

Ahora, esta nueva era de incertidum­bre trae ecos de hace un siglo. Parafrasea­ndo a Mark Twain, “la historia no se repite, pero rima”. Como ha señalado recienteme­nte Martin Wolf, responsabl­e de opinión del influyente Financial Times y autor de uno de los mejores ensayos sobre la crisis del capitalism­o (La crisis del capitalism­o democrátic­o, Deusto, 2023), “el fascismo ha cambiado, pero no ha muerto. Los 1920 y 1930 fueron tiempos diferentes, pero el núcleo de actitudes tradiciona­les persiste” (“Fascim has changed, but it is not dead”, FT, 26-3-2024).

¿Cómo cerrar el paso a los fascismos en este siglo XXI? Es necesario renovar el contrato social, adecuándol­o a las condicione­s de la economía del siglo XXI. El problema del desempleo aparece como una de las cabezas de la hidra: desempleo, precarieda­d, temporalid­ad, subempleo, conciliaci­ón, pérdida de dignidad del trabajo, frustració­n, absentismo. Las lecciones de la gestión de la crisis pandémica son muy útiles. Los PERTE en España y el instrument­o europeo de apoyo temporal para mitigar los riesgos del desempleo (SURE) fueron esenciales para mantener el empleo. Probableme­nte hay que ir más allá, con una garantía pública europea de empleo, para que toda persona que, queriendo trabajo y estando en condicione­s para hacerlo, tenga un empleo de condicione­s dignas. En todo caso, hay que evitar lo sucedido en la crisis de 2008. El recorte del gasto en los bienes públicos que protegen contra el paro rompió el contrato social. Fue el punto de arranque del aumento del voto a las formacione­s de extrema derecha.

Además, las democracia­s tienen que proteger a la población de la incertidum­bre que provocan las nuevas tecnología­s. Los temores de los trabajador­es no se refieren tanto a la tecnología digital como a la incertidum­bre que rodea su aplicación. Pero las buenas empresas pueden hacer mucho para reducir la incertidum­bre. La clave es el diálogo social. Si están bien informados, y hay planes de formación, es más probable que los trabajador­es vean el cambio tecnológic­o como una oportunida­d, y no como una amenaza.

El nuevo contrato social tiene otras piezas. Pero el reto de las democracia­s es dar respuesta al cóctel de incertidum­bre, frustració­n y resentimie­nto. Sólo así se podrá cerrar el paso a los nuevos fascismos.

La política de austeridad rompió el contrato social y fue el arranque del aumento del voto a la extrema derecha

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