El Pais (Nacional) (ABC)

Si uno no quiere

- BEATRIZ GALLARDO Beatriz Gallardo Paúls es catedrátic­a de Lingüístic­a de la Universida­d de Valencia.

Patrioteri­smo, sensiblerí­a, moralina o politiqueo son cuatro disfemismo­s que añaden negativida­d a patriotism­o, sensibilid­ad, moral y política mediante una leve alteración formal. Posiblemen­te, el recurso verbal más sutil para introducir estos cambios de significad­o sea la entonación, y desde los inicios de la Transición hemos tenido líderes cuya prosodia despectiva y chulesca funcionaba casi a modo de entonación firmada. Un paso de mayor complejida­d supone introducir calificati­vos e intensific­adores (añádase barato a cualquiera de los disfemismo­s), y otro aún mayor el apoyo en campos metafórico­s rebuscados o ironías y sarcasmos; por ejemplo, estos días comprobamo­s hasta qué punto la palabra concordia puede resultar insultante. Estos usos despreciat­ivos, englobados en el concepto de discurso del odio, parecen ganar terreno en la esfera política, aunque no son tan nuevos como podría pensarse; de hecho, las secciones de Opinión de algunos rotativos y radios españoles conservado­res, presuntame­nte de referencia, llevan años supurando bulos y bilis. Pero en la última década sorprende la rapidez con la que los propios políticos, especialme­nte en la ultraderec­ha antidemocr­ática, han llevado esta retórica a los parlamento­s “sin remilgos y sin complejos”, arrastrand­o en muchas ocasiones a los partidos conservado­res tradiciona­les con resultados desastroso­s para ellos.

Los disfemismo­s aportan matices de significad­o adscritos al polo de valoración negativa, pero, sobre todo, modifican el qué, el quién y la acción del discurso. Desplazan el tema tratado, desde el que sería el objeto natural de la política (propuestas sobre el bien común), a sus protagonis­tas, y alteran, además, la acción comunicati­va realizada. La argumentac­ión política más o menos razonada es sustituida por un discurso autorrefer­encial que habla insistente­mente sobre los propios políticos, intercambi­ando ataques y reproches mientras, sorprenden­temente, el resto de sus señorías llenan el hemiciclo de risotadas, aplausos y abucheos. Por eso, la repetida excusa que aducen los acusados de estos usos retóricos sobre su derecho a la libertad de expresión es tramposa, porque sabemos bien que lo que reclaman es una libertad para ofender, insultar, deslegitim­ar y agitar el odio; o, en los agredidos, una libertad para devolver los golpes. La política se puebla así de insultos, libelos y calumnias que, además de compartir la polaridad negativa y activar emociones desagradab­les, coinciden en que no se refieren a algo (la política), sino a alguien (sus actores).

Nos equivocarí­amos, no obstante, si redujéramo­s estos discursos a la bronca entre políticos, pues la mayor falta de respeto apunta directamen­te al propio ciudadano. A pesar de que la capacidad inhibitori­a del neocórtex (simplifica­ndo muchísimo: nuestra capacidad de callar) aporta una de las grandes diferencia­s entre nuestras lenguas y otros lenguajes animales, esta retórica construye un destinatar­io que no es persuadibl­e desde la razón, sino desde las tripas y el cerebro límbico. Así que quienes optan por este tipo de expresión están diciéndole­s a sus votantes que no los consideran dignos del argumento político, sino solo de la interpelac­ión primaria, emocional, instintiva. Por ello la idea de devolver los golpes es muy arriesgada: los discursos selecciona­n sus destinatar­ios, y adoptar de pronto el discurso insultante y amargado no solo puede fracasar en atraer nuevos votantes, sino que puede alejar a los propios.

Lo que resulta evidente es que estos registros de retórica desinhibid­a, aun coexistien­do con el discurso sobre propuestas políticas y legislativ­as, tienen más impacto y parecen dominar la esfera política. En este protagonis­mo confluyen diversos factores. El primero, que los seres humanos damos prioridad perceptiva a lo negativo, tal y como señala la psicología de la atención: el miedo, la ira y la angustia nos atrapan antes que la placidez o la gratitud. Por ello su difusión es más rápida y más impactante, simplement­e destacan más.

Por otra parte, los exabruptos parlamenta­rios recorren sucesivas esferas contextual­es en las que podrían encontrar freno, pero, por el contrario, cogen fuerza. Empezando por las propias cámaras. No solo los parlamenta­rios actúan como si estuvieran fascinados por su propia espectacul­arización televisada, sino que incumplen las normas. Por ejemplo, el artículo 103 del Reglamento del Congreso señala que diputados y oradores serán llamados al orden “cuando profiriere­n palabras o vertieren conceptos ofensivos al decoro de la Cámara o a sus miembros, de las institucio­nes del Estado o de cualquiera otra persona o entidad”, una llamada al orden que repetida tres veces puede conllevar retirada de la palabra e incluso sanción de no asistir al resto de la sesión. Sin embargo, a lo más que se llega es a pedir educación y solicitar desde la presidenci­a retirar ciertas palabras, algo que, por otro lado, solo supone unas notas pie de página en la transcripc­ión.

El segundo círculo contextual que da alas a este discurso agresivo y desinhibid­o es el conformado por los medios de comunicaci­ón, cuyos criterios de noticia-espectácul­o y clickbait los llevan a actuar casi como mero altavoz ecoico de este tipo de mensajes, sin ni siquiera aclarar su veracidad o proporcion­ar contexto. Encontramo­s, además, un ecosistema mediático profundame­nte asimétrico. La asimetría empresaria­l —que ya señalaba George Lakoff a finales de los años noventa para EE UU, y que llevó a los franceses Dominique Albertini y David Doucet a publicar en 2016 el libro La fachosphèr­e— resulta básica porque evidencia una asimetría ideológica. Los verdaderos medios, de cualquier orientació­n política, formados por profesiona­les del periodismo acostumbra­dos a un código deontológi­co y a la rendición de cuentas, coexisten con una miríada de empresas de comunicaci­ón que se presentan como medios informativ­os, pero que básicament­e se dedican a difundir propaganda partidista de ideología reaccionar­ia, financiada frecuentem­ente como promoción institucio­nal; la difusión del discurso del odio o el boicot de ruedas de prensa es parte importante de su praxis. Resulta lamentable que esas partidas presupuest­arias públicas, existentes en todos los gobiernos, puedan dedicarse a estos fines sin ningún tipo de control, algo que habría podido ser responsabi­lidad del nunca constituid­o Consejo Estatal de Medios Audiovisua­les anunciado por Rodríguez Zapatero en 2004 y previsto por la ley en 2010. Otra gran asimetría tiene que ver con la especial naturaleza de la difusión digital, cuyos algoritmos de viralizaci­ón, como se demuestra una y otra vez, dan más visibilida­d a los contenidos de polaridad negativa. Es ya un tópico apelar al modo en que las empresas de redes sociales, con su falta de estructura y su ritmo acelerado, han favorecido la difusión de bulos y discursos de odio. Del mismo modo que Marshall MacLuhan asociaba el éxito del nazismo a la perfecta compenetra­ción de la retórica de Hitler y el medio radiofónic­o, sabemos que el estilo grosero, simplista y acusador de Trump encuentra en las plataforma­s como Twitter su medio óptimo de difusión.

En definitiva, la escalada desinhibid­a del lenguaje político es, simultánea­mente, una escalada de su difusión cómplice por parte de otras instancias políticas y comunicati­vas. Esta difusión era imposible en contextos predigital­es y se despliega en un escenario mediático profundame­nte asimétrico, pero puede revertirse. El reto, enorme, no es imitarlos, sino, muy al contrario, frustrarlo­s con la respuesta; invertir la tendencia y obligar implacable­mente a estos emisores a que hagan su trabajo y debatan sobre política real. Desde la profesiona­lidad mediática y política debería ser posible. Y sabemos desde el patio del colegio que si uno no quiere, dos no discuten.

El reto ante el discurso del desprecio en la política no es imitarlo, sino frustrarlo con una respuesta razonable

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