El Pais (Nacional) (ABC)

Un diferido de once metros

- MANUEL JABOIS

Empecé a ver la final de la Copa del Rey ya en la segunda parte, e hice lo que hago siempre: darle para atrás para ver (y sobre todo escuchar) los goles, tanto en Movistar con Carlos Martínez como en TVE con Juan Carlos Rivero. De mi niñez conservo el madridismo y una afición estudiosa sobre las locuciones (locutaba partidos y goles en casa; yo era, como dejé escrito, un gran fan de Gaspar Rosety), así que me gusta escuchar, y valorar íntimanent­e, las locuciones de goles importante­s, y en cuanto acaba un partido grande del Madrid lo que hago es irme a todas las emisoras a ponerme los goles de nuevo, y si el partido es verdaderam­ente grande, también los busco en emisoras extranjera­s (y voy a los titulares, por supuesto: L’Equipe, Olé, Gazzetta…). En fin, esto para contar que finalmente me quedé viendo la final en Movistar porque la voz de Carlos Martínez estará ya para mí asociada siempre a la remontada del Madrid al PSG y el City (“otro centro lateral se prevé”), y así estaba cuando alguien me llamó por teléfono, le di a pausa unos minutos, y retomé el partido. Al cabo de veinte minutos había olvidado que lo había pausado: para mí era el extraordin­ario y riguroso directo.

Entonces ocurrió algo. Los equipos fueron a los penaltis, y las cámaras enfocaron al Vasco Aguirre con los jugadores del Mallorca rodeándolo, saltando y celebrando cada uno de los nombres de los tiradores. Había euforia, había alegría, había abrazos: no solo llegaron contra pronóstico a la final, sino que forzaron al Athletic a los penaltis; de algún modo, se considerab­an ganadores y querían expresarlo, y en el corro del Athletic había concentrac­ión, seriedad y un grito final de ánimo todos juntos. Sentencié para mis adentros: los penaltis son del Mallorca, claramente. Y cuando los capitanes se dirigían al árbitro para decidir campo y primer disparo, apareciero­n en pantalla los jugadores vascos llorando y abrazándos­e muertos de alegría: la cadena se había refrescado y me mostraba el directo, el directo real, no el diferido de 20 minutos con el que yo había olvidado que estaba viendo el partido. El desconcier­to duró aún algunos segundos.

Así pasa muchas veces, que creemos estar pisando el presente y todo está transcurri­endo ya veinte minutos después. Mientras yo sufría por 22 tipos que se iban a jugar la vida disparando penaltis, y miles y miles de aficionado­s estaban asustados incapaces de mirar siquiera el césped, todo estaba ya hecho; unos reían y otros lloraban sin saber que alguien velaba por ellos y por un destino que ya conocían. Así que volví a retroceder para ver los penaltis sabiendo ya quiénes eran los que ganaban, que es otra cosa que hacemos mucho en la vida: querer atrapar la

emoción vieja de un resultado que conocemos perfectame­nte. Es el proceso, el viaje que dirían los poetas, lo que lastima o redime; yo ya sabía de la alegría del Athletic pero no sabía el cómo, los tiradores y las paradas, el autor del último disparo y el autor del primer fallo, que resultó ser a quien dirigí todos los pensamient­os: Manu Morlanes, el jugador del Mallorca que empezó a romperse tras su penalti y siguió rompiéndos­e cuando la tanda empezó a teñirse (qué expresión tan futbolera, qué gusto da escribirla) de rojiblanco. Él hubiera necesitado mucho más que yo dar marcha atrás en la tele y en la vida unos veinte minutos apenas.

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