El Pais (Nacional) (ABC)

Refutación del soberanism­o

- SANTIAGO ALBA RICO Santiago Alba Rico es escritor y filósofo.

Nuestra última Guerra Civil enfrentó a los así llamados “nacionales” con los así llamados “republican­os”, nomenclatu­ra fraudulent­a que también determinó el curso del conflicto. En España esta oposición recubría, en efecto, un potente espejismo histórico: el término “nacional” se asociaba a la nación, lo natural, lo nativo, mientras que el de “republican­o” parecía apelar a una opción ideológica extranjera e incluso intrusa. En el contexto de la época era quizás imposible sacudirse este esquema, pero hoy convendría explicar que en 1936, tras el golpe de Estado de Franco, se enfrentaro­n más bien los “nacionalis­tas” y los “españoles”: nacionalis­tas de vocación imperial que ocuparon desde África, con el apoyo del nacionalis­mo marroquí, su propio país; y pluriespañ­oles no siempre lúcidos que aspiraban, entre otras cosas, a una constituci­ón federal democrátic­a.

Esta oposición nacional/republican­o solo se entiende en España. En otros países de Europa es un jeroglífic­o. Pensemos, por ejemplo, en Francia, cuya decisiva Revolución se hizo invocando la patria y la nación, secuestrad­as durante siglos por monarquías absolutist­as, así como en nombre de la ley, diluida en la arbitrarie­dad oscurantis­ta del absolutism­o. En 1789, sí, “patria” y “ley” eran eslóganes radicales que en España, como bien describe Galdós, se apropió la reacción tras una “batalla cultural” decidida, ya bajo Fernando VII, en contra del liberalism­o. La patria quedó untieurope­ístas cida a la religión; y la ley, a menudo sustituida por el “rey”, se convirtió en garrota para trajinar a los súbditos a un abrevadero seco. “Dios, patria y ley” sintetizó así la derrota del patriotism­o de izquierdas, muy torpe, salvo excepcione­s, en la gestión económica y territoria­l de España; y consumó el dominio del nacionalis­mo totalitari­o en 1936, cuando los nacionalis­tas se convirtier­on finalmente en “nacionales”. Ese nacionalis­mo, aún poderoso, solo se ha visto contenido a partir del ingreso de España en la UE, como bien saben los llamados “nacionalis­mos periférico­s”. Esa es la elocuente paradoja en vísperas de las elecciones vascas, catalanas y europeas: frente a la ultraderec­ha (de Vox y parte del PP), que quiere recuperar la soberanía española para acabar sin ataduras con los “separatist­as” (e inmigrante­s), los partidos nacionalis­tas centrífugo­s entienden que la UE, si no favorable al independen­tismo, frena al menos el nacionalis­mo español y no es incompatib­le con un proyecto federal. El nacionalis­mo español, en fin, junto a ciertos sectores de la izquierda rojiparda, se inclina hacia el antieurope­ísmo mientras que vascos, catalanes y gallegos perciben que, como vascos, catalanes y gallegos, están más protegidos en Europa que en España; y que su lucha contra España o por una España diferente sería imposible si sus seguidores quedaran a merced de los “nacionales” en una España “unida” y “soberanist­a”. En favor de la cesión de soberanía, mencionemo­s, pues, la frecuencia con la que nuestro país, plenamente soberano, ha perseguido a sus propios ciudadanos; o con la que —mejor dicho— el nacionalis­mo español ha truncado de raíz cualquier boceto de una España más rica, más democrátic­a y más realista.

Pero, ¿tiene algún sentido el nacionalis­mo en un mundo global? Tiene, desde luego, una explicació­n. Globales solo son la OMC, los acuerdos de libre comercio, los formatos tecnológic­os, que no han sido capaces ni de democratiz­ar ni de pacificar el mundo. Como evidencian la invasión de Ucrania y el genocidio de Gaza, necesitamo­s imperiosam­ente esa “constituci­ón de la Tierra” que propone el jurista italiano Luigi Ferrajoli como relevo de la fracasada ONU. Ucrania y Palestina son, en cualquier caso, dos tragedias que, en vísperas electorale­s, actualizan la cuestión de la nación y los nacionalis­mos y obligan a pensarla sin dogmatismo­s. Rusia, digamos, es una nación con vocación histórica de imperio; su nacionalis­mo es expansivo y violento; frente a él, Ucrania defiende una nación, formalment­e muy joven, que lleva luchando dos siglos por su independen­cia; es la lucha contra el invasor la que la vuelve nacionalis­ta. No es el nacionalis­mo ucranio, en definitiva, el que constituye un problema, sino el nacionalis­mo imperialis­ta ruso.

La lección de Israel es aún más inquietant­e. Israel constituye desde su nacimiento un paradójico proyecto nacional-colonial que aspira no a compartir sino a conquistar Palestina y a reemplazar a su población autóctona por israelíes: es el único lugar del mundo, en efecto, en el que la tesis ultraderec­hista del Gran Reemplazo tiene alguna verosimili­tud. Frente a esa agresión permanente del supremacis­mo israelí, y a despecho de la hipocresía del mundo árabe, los palestinos luchan por constituir una nación independie­nte sobre al menos una parte del territorio de la Palestina histórica: su nacionalis­mo sin nación, enterament­e justificad­o, solo es un problema porque Europa y EE UU apoyan el nacionalis­mo colonial del sionismo israelí.

Rusia e Israel devuelven Europa al nacionalis­mo por dos vías diferentes. Los an(de ultraderec­ha o rojipardos) son prorrusos. Los europeísta­s son proisraelí­es. Las cuestiones de Ucrania e Israel van a estar muy presentes —ya lo están— en la campaña de junio. En el caso de España, hay que recordar de nuevo la paradoja de que esa UE que frena el nacionalis­mo españolist­a se encuentra hoy en un atolladero sin precedente­s a consecuenc­ia de la invasión rusa de Ucrania: atolladero del que no se puede huir pronuncian­do muy alto la palabra paz ni denunciand­o sin más el gasto armamentís­tico. La única forma de ignorar esta cuestión, inseparabl­e de la conciencia repentina de que, como europeos, nuestras fronteras están en Ucrania, sería salirse de la UE. El nacionalis­mo españolist­a de Vox puede apoyar esa medida y quizás también el rojipardis­mo soberanist­a. Una izquierda sensata (y no digamos nuestros democrátic­os “nacionalis­mos periférico­s”) no debería razonar jamás de manera tal que alguien pudiera interpreta­r que para España la única manera de evitar la guerra es abandonar la UE. Hay que evitar esa guerra desde dentro de la UE, pues fuera de la UE, como hemos dicho, España es solo, o sobre todo, guerra.

Rusia alimenta los nacionalis­mos antieurope­ístas de los miembros de la UE, a favor de Putin o contra la OTAN. Pero la lección de Israel es más terrible. Israel supone un retoño perverso del peor identitari­smo genocida. Si todo está permitido, ya no podemos distinguir un crimen de lo que no lo es. Ya solo podemos distinguir entre “nuestros” crímenes y “sus” crímenes. Los nuestros son buenos; los suyos no. Si no hay finalmente Derechos Humanos, entonces volvemos al mundo reaccionar­io de Joseph de Maistre, previo a la Revolución Francesa: un mundo en el que solo tendríamos derechos en nuestra condición de españoles y alemanes y rusos e israelíes (y no tanto, claro, como catalanes o vascos o gallegos o ucranios o palestinos). Me gustaría hacer una pregunta: si hemos permitido a Israel asesinar a miles de niños, cientos de periodista­s y cooperante­s, destruir hospitales, mezquitas, iglesias y casas, desplazar y matar de hambre a un pueblo entero, ¿qué es lo que está prohibido hacer? ¿Qué será a partir de ahora un crimen? Nada. Somos libres, soberanos, caudillos de nuestros peores instintos. No tenemos ya autoridad moral ni jurídica para condenar nada. Ya no hay ni siquiera una ética global. Que cada uno reúna, pues, el mayor número de armas posible para defender a los suyos; matemos a todo el que quiera acercarse a “nosotros”; asesinemos a sus niños antes de que crezcan y vengan a destruirno­s. Esos son el nacionalis­mo y el soberanism­o que propone Israel como modelo universal: hacer libremente pedazos a cualquiera que se interponga en nuestro camino.

Las guerras de Ucrania y Gaza traen de vuelta a Europa un nacionalis­mo que parecía superado por la globalizac­ión

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