Veinte años esperando que este país sea mío de verdad
Hace casi 20 años, cuando llegué a este país, una de las cosas más aterradoras —entre todas las cosas aterradoras que imagina, siente y vive una inmigrante indocumentada que, además, tiene rasgos sospechosos— fue descubrir que nosotros, los últimos en llegar, los “panchitos”, “sudacas”, “ilegales”, no éramos los más odiados por la sociedad; que había un desprecio fermentado, una fosa común de odio añejo, hacia el pueblo gitano. Lo descubrí rápido: en los chistes, los refranes, los comentarios, la forma en la que la televisión explotaba sus muestras de dolor, hacía zoom en su precariedad, ponía signos de exclamación sobre su raza si alguno delinquía. Es decir, metía a todo el pueblo gitano —más de 700.000 personas— en un mismo saco de bichos y serpientes.
En diciembre de 2022, el periodista Óscar Civieta publicó un artículo en La Marea titulado “La discriminación hacia el pueblo gitano aumenta en las redes sociales”. En esa nota, cita las frases que encontró en la cloaca anónima de internet. Son espeluznantes: “No merecéis respeto, sois peor que las ratas”, “lo que deben hacer en ese barrio es quemarlo entero”, “putos gitanos, ratas de mierda sin domesticar. Cucarachas”, “napalm sobre toda la barriada” o “qué ganas de matar gitanos”.
Yo, que no tenía papeles, que hablo como latinoamericana, que tengo unos rasgos no ibéricos y que estaba tan lejos de todo lo que llamaba hogar, pensaba en lo difícil que sería para mí hacerme un hueco en una sociedad que detestaba con tal desparpajo a sus compatriotas, a gente con DNI español, a los suyos, pues.
Ellos y nosotros.
Cuando me preguntaban si había racismo en este país, recordaba las generalizaciones sobre los hombres y las mujeres gitanas que tan naturales, tan incuestionables, les parecían a los españoles. Luego escuché las que nos dedicaban a nosotros y nosotras. Muchos pensaban —¿piensan?— que somos más tontos, más manipulables, más vagos, menos higiénicos, más bulliciosos. Otros, los que intentan deconstruir su racismo, creen que somos una versión parecida, pero de menor calidad. O sea, creen que las personas que venimos de ese delirio de identidades llamado América Latina, millón y medio para ser exactos, somos todos iguales.
Llevo casi 20 años en este país y sigo teniendo problemas para alquilar por mi acento. “No porque vosotros vivís de a 20”, me dijo una vez una señora. ¿Quiénes son ese vosotros del que me habla? ¿Los ecuatorianos, los latinos, los inmigrantes? Cuando estaba casada, en cambio, era fácil. Mi ex, de acento adecuado, era quien hacía las llamadas luego de que a mí me dijeran una y otra vez que ya estaba alquilado.
Tuve techo porque vivía con una persona que pronunciaba la zeta y la ce.
Me separé de esa persona y me separé, a la vez, del cobijo protector de su acento.
Cuando llegué de mi país, Ecuador, tuve que inventarme una hoja de vida en la que apareciera lo que se esperaba de una mujer inmigrante con mi nacionalidad: que supiera cocinar, limpiar y cuidar niños o mayores. Ese era nuestro lugar y ay de la que quisiera saltárselo, intercambiarlo, desconocerlo. En esa hoja de vida, que aún debo tener guardada, no aparecía mi carrera, mis gustos, mi vocación. No aparecía yo, sino la idea de lo que tenía que ser yo.
El día en el que me dieron el permiso de residencia, me senté en la acera frente a la Oficina de Extranjería y lloré: ya podía tener un contrato de móvil, cuenta de banco, abrirme camino en lo mío, homologar mi título universitario. Podía, maravilla de maravillas, visitar a mis padres en Navidad y volver a España, donde estaba mi hogar. Podía, además, matar al puercoespín que se me formaba en la garganta cada vez que veía a un policía. El número que empezaba por equis, creía yo, venía a decir: para nosotros ya eres una persona. Pero no, tu voz suena como suena y tu cara se ve como se ve. Tengas papeles o no los tengas.
Por eso, cuando a este artículo le aparezcan comentarios como “vete a tu puto país, aprovechada”, “encima que os dejamos vivir aquí”, “rata de mierda”, “maldita panchita”, volveré a preguntarme si este lugar, donde están mi casa y mis afectos, será algún día mío de verdad.