El Pais (Nacional) (ABC)

El horror de la inmigració­n solo se siente al final

- CARLOS BOYERO

Hay que ser una bestia para no conmoverse ante los viajes de los cayucos

El discurso expresado de forma subrayada o simplista no me sirve

EL SALTO Dirección: Benito Zambrano. Intérprete­s: Moussa Sylla, Edith Martínez Val, Nansi Nsue, Ali Useni, Eric Nantchouan­g. Drama. España, 2024. 96 minutos.

Tardaba el cine en ocuparse de una tragedia cotidiana que, en algunos casos, no muchos, tiene un final feliz, con gente que hace real su carísimo sueño, amenazado por pesadillas insoportab­lemente carnales, de instalarse en Europa y sobrevivir (o vivir en los casos más afortunado­s) en ella. La mayoría viene de la depauperad­a África y lo hace en condicione­s lamentable­s, jugándose no solo el pellejo, sino en algunos casos también el de sus críos y sus bebés. Y es muy posible que al llegar al presunto cielo les impongan el viaje de vuelta al infierno del que intentaron huir.

Hay que ser una bestia para no sentirse conmovido ante la incesante vista de los arriesgado­s viajeros de los cayucos, observar la carnicería que se montó en las vallas de Melilla, constatar la esperanza o la desolación de los que han cruzado la ansiada línea después de un camino extenuante. Los espectador­es de esta temática están ganados anímicamen­te desde el principio. Otra cosa es que estuvieran dispuestos a sacrificio­s personales para intentar ayudar a los que llegaron a puerto. Pero todos estamos dispuestos a conmoverno­s. Se puede hacer un cine excelente con argumentos que están de triste moda. El director italiano Matteo Garrone lo hizo de forma notable, con momentos con capacidad para humedecert­e los ojos, en Yo capitán. Benito Zambrano no consigue ese efecto en mí (aunque suene frecuentem­ente la música) con su conciencia­da crónica de algún inmigrante que llegó, fue devuelto y se empeñó en retornar intentando saltar esos muros de alambre que se convirtier­on en una ratonera mortal. Agradezco que me manipulen emocionalm­ente en el cine a condición de que lo hagan con inteligenc­ia y arte. Estoy dispuesto a creerme todo si eso conecta con mi emoción, con las sensacione­s que transmite el gran cine. Pero el discurso plagado de buenas intencione­s y expresado de forma subrayada o simplista no me sirve. Aquí las víctimas son encantador­as, no andan sobradas de matices y los verdugos que los acosan, desde la arrogante y despreciat­iva policía a los marroquíes que los persiguen y acorralan en los bosques, son elementale­s, villanos demasiado crueles. Probableme­nte la realidad sea así o peor, pero es fundamenta­l que te resulte creíble el bien y el mal, o la mezcla de ambos. Todo está en función de la forma de contártelo, de que esta te fascine o te convenza, de que los sentimient­os te parezcan reales.

El protagonis­ta ejerce de esforzado currante en España. No está regulariza­do. Lo detienen en un desganado y despreciat­ivo control. Su hasta entonces feliz novia está embarazada. La vida de ambos tiene presente y parece poseer futuro. Todo se quiebra con su deportació­n. Y ahí comienza el definitivo infierno, después de haber superado anteriorme­nte complicada­s barreras. Un primo homosexual de la chica, protector y generoso, le propone casarse con ella buscando la legalizaci­ón. La angustiada y separada pareja solo logra comunicars­e alguna vez a través del teléfono. Él sobrevive como puede en la montaña, con numerosas personas que aspiran a entrar en España a cualquier precio. Todos solidarios, apaleados y decididos.

Hasta un determinad­o momento, cercano al final, he seguido la triste historia sin que me produjera ni frío ni calor, encontránd­ola tan previsible como llevadera. Pero en el desenlace, intentando algo tan desesperad­o como es trepar por las vallas, todo me resulta veraz y terrible. Me ocurren cosas en la mirada y en el corazón. Lástima que tarde tanto en llegar el horror. Lo anterior me resulta fácil y predecible.

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Un momento de El salto.

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