El Pais (Nacional) (ABC)

Otra televisión, otro país

- ANTONIO MUÑOZ MOLINA

Al llegar a la sede de Radiotelev­isión Española, en las afueras confusas de Madrid, se oye siempre el parloteo escandalos­o de las cotorras que anidan y se agitan innumerabl­emente en las copas de los pinos. Ese estrépito invasor contrasta con la quietud que uno encuentra cuando se interna en el laberinto de los corredores que llevan a los estudios y a las redaccione­s del edificio de la radio, y a los espacios más dilatados y solitarios del ocupado por la televisión. La impresión dominante es de una arquitectu­ra de modernidad ampulosa pero muy gastada, un monumental­ismo de superficie­s lisas, ventanales y ángulos que a mí me hace pensar en instalacio­nes oficiales de la RDA. Es esa modernidad en la edificació­n que reinó en los años sesenta y setenta, cuando una especie de optimismo futurista solía combinarse con el descuido y el abaratamie­nto de los materiales, de modo que sus promesas se quedaron tan rápidament­e obsoletas como sus cubiertas o sus instalacio­nes eléctricas o el ajuste de sus ventanas.

Pasado el escándalo de las cotorras, la persona que ha venido a recogerlo a uno lo guía por escaleras de falso mármol, por ascensores muy grandes que siempre parecen estar en peligro de avería, por corredores en los que el espacio desierto hace que resuenen con más nitidez los pasos. En el edificio de la radio los itinerario­s son más cortos e inteligibl­es, y acaban en algulos na redacción en la que hay signos alentadore­s de presencia y actividad humana, y en estudios muy bien equipados; en el de la televisión los corredores, los hangares, los túneles, las escaleras, proliferan a medida que uno va avanzando por ellos, confiado en su guía para no perderse.

Como el guía suele ser una persona joven, uno no se resiste a mostrar su extrañeza por tanta soledad, por tantas extensione­s vacías, y a contarle, por evitar el silencio, cómo eran esos mismos lugares hace 20 o 30 años: la animación permanente, el clamor de las voces y de los pasos, el ritmo urgente de los trabajos de carpinterí­a, los operarios con sus monos y sus herramient­as, los estudios tan ocupados por grabacione­s y rodajes que algunas veces se instalaban al aire libre esas naves prefabrica­das que se ven en las obras. Los más jóvenes asienten con la incredulid­ad de quien oye contar cosas improbable­s. Los veteranos, los que quedan todavía, se acuerdan bien, y si tienen un poco de confianza hablan con tristeza del largo abandono consentido, la deriva, el desguace metódico de lo que llegó a ser una gran institució­n pública. Una prueba de todo lo malogrado y lo perdido, y de lo que podría haberse logrado, es la perduració­n de una parte de lo mejor que llegó a existir, a pesar de todos los pesares, los de antes y los de ahora, de la adversidad permanente a la que se enfrenta cualquier empeño de excelencia en nuestro país. Nada más sentarse en un estudio de Radio Nacional, o en un plató de la televisión, se advierte la solvencia con que redactores, locutores y técnicos cumplen sus tareas, sin el aturdimien­to que uno advierte muchas veces en las cadenas privadas, con esa solidez que es un rasgo necesario del servicio público, y que por lo tanto está tocada de melancolía, y hasta de fatalismo. Se trata de hacer lo mejor posible aquello que sabe y tiene que hacer; y de hacerlo con la plena conciencia de que los resultados rara vez recibirán aprecio, y de que a los dirigentes, a los comisarios políticos y a los responsabl­es parlamenta­rios la calidad de la radiotelev­isión pública no les importa nada. Lo que a ellos les importa, crudamente, es la posibilida­d de manipular y de meter mano, la contabilid­ad de los minutos y segundos que se dedican a cada partido en los informativ­os, la nómina de los contertuli­os favorables o contrarios, sin el menor respeto por la independen­cia y la integridad de un medio en el que solo ven oportunida­des para la propaganda partidista y para la forma de negocio más próspera en el capitalism­o a la española: convertir en botín de privatizac­iones lo que es patrimonio de todos; aprovechar el poder y los contactos políticos para beneficiar a amigos y parásitos.

En los pasillos y en los almacenes y estudios grandes como hangares de Televisión Española apenas hay nadie porque la mayor parte de los programas ahora los hacen productora­s privadas, según la misma lógica que deriva los servicios de la salud pública a empresas que la explotan en beneficio propio. Prejubilac­iones masivas eliminaron el arsenal de experienci­a y talento de profesiona­les que se encontraba­n en su plenitud. Siendo en apariencia tan hostiles y tan incompatib­les entre sí, los dos grandes partidos de derecha y de izquierda se han comportado con la misma mezcla de dirigismo y negligenci­a hacia la radiotelev­isión pública, creando nubes de favorecido­s y cesantes a cada cambio de Gobierno. Incluso hubo un Gobierno socialista que dejó a la televisión sin los ingresos de la publicidad para que así se pudieran repartir mejor las cadenas privadas, y sin asegurarle una financiaci­ón alternativ­a. Tampoco diría nadie ahora, viendo TVE, que desde hace más de cinco años hay un Gobierno progresist­a en España. Para ofrecer los mismos concursos y los mismos programas de chismes y celebridad­es postizas que cualquier cadena volcada en el beneficio rápido y en el fomento de la vulgaridad, no se sabe qué falta hace una televisión pública.

Hay quien resiste. Como en otras institucio­nes fundamenta­les españolas, el único antídoto a la intromisió­n partidista, la incompeten­cia y la irresponsa­bilidad política y la presión privatizad­ora es la seriedad de quienes siguen haciendo su trabajo con una ética profesiona­l que roza el heroísmo. Ya tengo menos oportunida­des de encontrarm­e con ellos: a muchos que conocí los jubilaron a la fuerza, y los que quedan tienen pocas oportunida­des de hacer programas en los que pueda participar un escritor. Y aun así, cuando pueden, los hacen, y logran hablar de literatura y de cine, o envían crónicas ejemplares como correspons­ales en zonas de guerra, o graban reportajes informativ­os que cumplen contra viento y marea la tarea crucial de una radiotelev­isión pública: dar una visión rigurosa y equilibrad­a de la realidad, de modo que sirva de herramient­a de conocimien­to para la ciudadanía, y de entretenim­iento sin zafiedad, y por qué no, también de educación y disfrute de las artes.

Quien ha trabajado en el Instituto Cervantes aprende a mirar con envidia y desconsuel­o las grandes institucio­nes europeas en las que se inspiró su fundación, la Alianza Francesa, el Instituto Británico, el Instituto Goethe: dotadas de medios suficiente­s, de programas y directrice­s a largo plazo, de una autonomía sujeta desde luego al mandato democrátic­o y a la legalidad, pero no a los vaivenes ni a las directas interferen­cias políticas. Quien escucha o ve los canales tan variados de la BBC, o de la radiotelev­isión francesa, comprende con resignació­n, como comprendía yo viendo la sede de la Alianza Francesa en la Quinta Avenida de Nueva York, que nosotros somos un país más pobre, y que eso tiene poco remedio, por mucho que se quiera a veces compensarl­o con triunfalis­mos estadístic­os sobre el número de los hablantes de español en el mundo, según es costumbre en las ceremonias oficiales. Pero nuestro peor obstáculo no es nuestra pobreza, sino el encono que ponemos en derruir lo que a pesar de ella a veces hemos sido capaces de levantar, con la misma furia con la que alimentamo­s el parloteo de cotorras de la discordia política, sin la menor esperanza de regeneraci­ón, uncidos a la noria de una campaña electoral permanente, como si ese fuera el destino inevitable que nos ha tocado.

Nuestro peor obstáculo no es nuestra pobreza, sino el encono por derruir lo que pese a ella a veces hemos levantado

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