Un agujero (y un tipo que se larga silbando)
La UE es, vivan los trazos gruesos, un puñado de normas, una comunidad de valores –hoy a la baja—, una moneda alicorta y, sobre todo, un mercado único de unos 500 millones de personas que va desde los bosques finlandeses hasta Sanlúcar de Barrameda, de Finisterre a la costa chipriota, y que es la auténtica joya de la corona de Europa junto a la zona Schengen, que permite la libre circulación de personas. Respecto a ese diamante en forma de Schengen y mercado único, Gibraltar es una especie de dolor de muelas: un agujero formidable. “Brexit means Brexit”, ha dicho Bruselas a los británicos desde que consumaron su salida de la Unión, pero en los últimos cuatro años esa divisa no ha valido para Gibraltar, que ha seguido operando como si nada: sin las obligaciones que conllevaría un pacto y prácticamente sin ningún control desde enero de 2021. Gibraltar vive en el mejor de los mundos, con las ventajas del mercado único y la libre circulación y sin ninguno de los deberes asociados.
El Brexit fue una pérdida enorme para la UE: con el referéndum que se sacó de la manga un irresponsable llamado David Cameron –sorpresas te da la vida: ahora es imprescindible para el pacto en Gibraltar— se iban casi 70 millones de personas, una potencia militar, una de las democracias más antiguas del planeta y una forma de mirar el mundo. Las negociaciones para la salida fueron un quebradero de cabeza. Y dejaron dos regalos envenenados: Irlanda del Norte y Gibraltar. El contencioso irlandés entró en vías de resolución pero sigue sin estar del todo resuelto. Gibraltar tampoco. Porque cuando se mezcan identidades y fronteras el lío está asegurado: el Ejecutivo de la muy olvidable Theresa May activó en 2021 una guerra retórica en la que los conservadores británicos llegaron a comparar a Gibraltar con las Malvinas. “35 años después de las Falkland, vamos a defender la libertad de un pequeño grupo de británicos contra otro país de habla hispana”, dijo entonces el líder conservador Michael Howard con ese tonillo de plaga de úlceras típico de los nacionalismos.
Y aun así, casi tres años de negociación están tocando a su fin, si logran salvarse los obstáculos de la gestión del aeropuerto, la movilidad de personas asociada a la zona Schengen y el embrollo aduanero, en un enclave que ha hecho fortuna con el contrabando de ta
baco, el tráfico de drogas y todo tipo de trapicheos financieros. Hacienda desconfía con razón. Exteriores también; de ahí que se haya convocado esa reunión al máximo nivel para darle un impulso político a la última milla de la negociación. Hay demasiado capital político sobre la mesa como para pensar que esas conversaciones no vayan a llegar a buen puerto. Pero España —o Bruselas— debería fijar una fecha límite, porque de lo contrario el agujero gibraltareño del mercado único y Schengen tenderá a eternizarse.
Tras consumarse el Brexit la marejada fue de aúpa. La herida no se ha cerrado, aunque las relaciones entre Londres y Bruselas han mejorado a ojos vista. Esa mejoría puede beneficiar a la negociación de Gibraltar, una cuesta arriba extenuante: habrá que ver
si británicos y españoles logran poner el cascabel al gato “en las próximas semanas”, como aventura España. Los gibraltareños vendían anoche que el acuerdo está “a la distancia de un beso”. Pero habría que recordar que los labios que hay que besar son los de Cameron, protagonista de uno de los mayores esperpentos políticos de los últimos tiempos, y mira que es difícil. Cameron convocó el referéndum de la salida de la UE para afianzarse en su partido. Lo perdió miserablemente. Se vio abocado a dejar el cargo. Y ese día, tras anunciar su dimisión ante una nube de periodistas, se volvió silbando hacia el 10 de Downing Street: la viva imagen de un irresponsable. Si de veras el acuerdo está a la distancia de un beso, habrá que estar atentos para que nadie se largue silbando y el agujero siga ahí sine die.