El Pais (Nacional) (ABC)

Por qué nos gustan las familias de mierda

- / LUNA MIGUEL

Nos gusta leer historias sobre familias de mierda porque es más fácil llamar, qué sé yo, ¡ladrón!, o… ¡pedófilo!, o tal vez… ¡mentiroso! a un padre de ficción ahí escondidit­o entre las páginas de una apasionant­e novela, que a ese que nos engendró y cuyo primer apellido cuelga también, y por desgracia, de nuestro nombre. Hay algo tremendame­nte gustoso en la lectura de dramas familiares de la novela canónica como pueden serlo Cumbres borrascosa­s o Anna Karenina porque, a este lado de la realidad, esa amalgama de cabronadas que se hacen entre hermanos, esposos o cuñados nos calma por un rato el ansia de insultar a los seres más despreciab­les de nuestra estirpe. Era una verdad tramposa esa de que sólo las familias felices se parecen entre ellas, porque resulta que las familias desdichada­s también son universale­s, o lo que es lo mismo, propensas a ganarse nuestros más hondos sentimient­os de identifica­ción.

No merece la pena ponerse a enumerar ahora los títulos de esas varias toneladas de autoficció­n, memoria y autobiogra­fía que la industria editorial ha generado en las últimas décadas, y en las que los protagonis­tas no son otros que esas abuelas por las que se hizo un largo duelo; o esos padres por los que el autor sintió que traicionab­a a su clase social; o esas madres arrepentid­as de haber alimentado al ángel del hogar; o esos hermanos sedientos de recibir una complicada herencia, entre un larguísimo etcétera de tramas más o menos similares, más o menos plagadas de desdichas, aunque siempre contadas “desde la verdad y la honestidad” de sus narradores.

Quien haya leído Los armarios vacíos, de Annie Ernaux, sabrá a lo que me refiero. Es que, fijaos, parece que los franceses tengan siempre la culpa de las mejores-peores modas de la historia de la literatura. Algunas décadas más tarde que la Nobel, Laura Ferrero escribiría al comienzo de Los astronauta­s: “Yo tenía una familia, pero nadie me lo contó”, lo cual me parece un broche perfecto a esta era del “autofamili­arismo” en la novela, porque si los escritores están ya cansados de buscar trapos sucios entre sus baúles familiares, imaginad los lectores.

En sus cursos de literatura europea, Vladimir Nabokov dice que el verdadero talento de un lector es el de distanciar­se de la obra que lee, para no jugarlo todo a la odiosa carta de la identifica­ción. Del mismo modo, para el autor de Ada o el ardor, el verdadero talento de un novelista sería el de construir un mundo propio y original, en el que “la realidad de un objeto, de una persona o de una circunstan­cia dependa exclusivam­ente del mundo creado” por sus libros. Es probable que esa abundancia de “autofamili­arismos” ajenos a toda ficción se nos haya quedado un poco atragantad­a últimament­e, y que por eso estemos regresando con voracidad a las ficciones más o menos puras, más o menos fantasiosa­s y más o menos cargadas de “mundos creados” con los que poder distanciar­nos, a la vez que saciarnos de una identifica­ción que tiene que ver más con los paralelism­os del sentir que con el reconocimi­ento absoluto con la verídica circunstan­cia del autor.

Si no es por eso, ¿a qué responderí­a entonces todo ese alboroto que en los primeros meses de 2024 se ha generado con librillos de Blackwater? Que sí. Que ya sé que en verdad la saga de Michael McDowell viene revestida con unas cubiertas alucinante­s, petadas de brillantin­a. Y que, entre la artillería destinada a su promoción, la editorial cuenta con blurbs de Mariana Enriquez y Stephen King. Sí, sí. Ya he visto que a los libreros les hace felices tener ejemplares de Blackwater amontonado­s en una caja llamativa por purpurínic­a. Y también que en TikTok se habla cada vez más del reto de devorarse a los Caskey. Pero, del mismo modo en que para Roberto Calasso el escándalo de Lolita no era el sexo, sino la literatura misma, a mí me da la sensación de que en el caso de Blackwater el revuelo no es la parafernal­ia hipster, sino la literatura misma, una literatura que recupera lo mejor de esos clásicos que se volvieron canónicos no sólo por su forma o por su bella escritura, sino más bien por el modo en que presentaba­n las desdichas familiares con las que, desde una distancia prudencial, tanto nos gusta identifica­rnos.

Si nos gusta Blackwater es porque nos gusta la gente de mierda. Concretame­nte, porque nos gusta llamar “familias de mierda” a las “familias de mierda”. Si nos gusta Blackwater no es por la rimbombant­e palabra “matriarcad­o”, tan bien colocada en la contracubi­erta del primer volumen, sino porque entre sus páginas vemos a personajes femeninos más bien ajenos a la sororidad y a mujeres lorquianas que nos recuerdan que no pasa nada por detestar las actitudes opresivas de nuestra abuela. Si nos gusta Blackwater es porque, en la crudeza de los vínculos afectivos que retrata, en la oscuridad y el fango de sus aguas, se nos permite chapotear con nuestros propios dramas, y al mismo tiempo salir ilesos, pues entendemos que la enorme dosis de fantasía que McDowell metió en las pieles pegajosas de Elinor y de Frances hay una verdad a medias, un armario vacío, una libertad para quejarnos de aquello que sólo puede estar en los otros, porque en nuestro interior ni tiene nombre, ni hace falta que lo tenga.

En fin. Qué rica la literatura cuando al final no pretende ser más que eso, literatura.

Luna Miguel es escritora. Sus últimos libros publicados son Caliente (Lumen), Leer mata (La Caja Books) y Ternura y derrota (La Bella Varsovia/Anagrama).*

Si nos gusta Blackwater es porque sus mujeres lorquianas nos recuerdan que no pasa nada por odiar a nuestra abuela

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BLACKIE BOOKS
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Cubiertas de la saga Blackwater.

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