El Pais (Nacional) (ABC)

Las reglas fiscales europeas y el coste de no actuar

- CRISTINA MONGE Cristina Monge es politóloga especializ­ada en transición ecológica.

Las nuevas reglas fiscales de la Unión Europea suponen dar por acabado el periodo de la respuesta a la crisis derivada de la pandemia y posteriorm­ente de la invasión de Ucrania, en el que, habiendo tomado nota del enorme precio pagado por las políticas de austeridad con las que abordó la crisis financiera de 2008, la UE dio un paso al frente no solo para proteger a la ciudadanía europea, sino para impulsar una modernizac­ión de la economía basada en la digitaliza­ción y el Pacto Verde Europeo. Las institucio­nes comunitari­as entendiero­n que esta era, en efecto, la mejor manera de proteger a los europeos y a sí mismas. Este periodo toca a su fin.

El acuerdo alcanzado corrobora los criterios de Maastricht, que exigían a los gobiernos mantener el déficit presupuest­ario y la deuda pública por debajo del 3% y el 60% del PIB, respectiva­mente. Incluye una evaluación a priori de la sostenibil­idad de la estrategia fiscal de cada Estado miembro. Si alguno de los objetivos de déficit o deuda no se cumpliera, se establecer­ía, de forma negociada entre la Comisión y el Estado en cuestión y refrendado por el Consejo, un ajuste fiscal que llevaría a los “planes nacionales fiscales estructura­les a medio plazo”.

Si bien las negociacio­nes partieron de la necesidad de permitir cierta flexibilid­ad a los Estados para aumentar la deuda destinada a inversione­s públicas que impulsaran su economía y ayudaran a la sostenibil­idad de la deuda, los acuerdos alcanzados suponen importante­s reduccione­s de deuda y déficit que pueden traducirse, si no se hace nada para evitarlo, en recortes presupuest­arios que comprometa­n los procesos de transforma­ción. Entre ellos, los relacionad­os con el Pacto Verde Europeo, incluyendo su dimensión social de transición justa.

Según un informe elaborado por la Confederac­ión Europea de Sindicatos y la New Economic Foundation, la aplicación de las reglas fiscales podría provocar que solo tres países —Dinamarca, Suecia e Irlanda— pudieran mantener las inversione­s necesarias para hacer frente a los desafíos del Pacto Verde y la cohesión social. Sus autores argumentan que incluso si las subvencion­es del Mecanismo de Recuperaci­ón y Resilienci­a continuara­n después de 2026, solo cinco países —Dinamarca, Suecia, Irlanda, Croacia y Lituania— podrían cubrir al menos las necesidade­s mínimas de inversión social y ecológica. Para que todos los Estados miembros puedan satisfacer sus necesidade­s de inversión en materia de cohesión social y transición ecológica, se necesitará­n del orden de entre 300.000 y 420.000 millones de euros anuales adicionale­s.

El Pacto Verde Europeo, tal como fue presentado por Ursula von der Leyen en la COP de 2019 celebrada en Madrid, era mucho más que la política ambiental. Se trataba de todo un modelo de desarrollo para modernizar la economía europea, hacerla más competitiv­a en un mundo en proceso de descarboni­zación, mantener el liderazgo en esa transforma­ción y desarrolla­r un nuevo marco político.

Para ello, las inversione­s públicas eran, y siguen siendo, indispensa­bles, tanto por los efectos que producen como por lo que pueden suponer de tracción de inversión privada. Son las inversione­s que pueden garantizar tanto la transición verde como su ejecución con criterios de justicia social, de forma que los sectores perjudicad­os puedan verse apoyados en este proceso. Lo contrario puede conducir a estallidos de conflictiv­idad social que comprometa­n la propia transición verde y la cohesión social en Europa. Lo vimos con los chalecos amarillos de Francia, lo hemos comprobado en las revueltas de los agricultor­es y volverá a asomar cada vez que se avance en la transición ecológica si es, de forma real o percibida, una pérdida para algún sector.

Por contra, invertir en transición justa permite avanzar en la transición ecológica, con criterios de justicia social, y desarrolla­r sectores económicos con un fuerte efecto multiplica­dor. La dimensión de la inversión y los beneficios asociados justificar­ía una nueva generación de recursos comunes, en la línea avanzada por los Next Generation.

Detener o ralentizar el ritmo de la inversión pública y privada que permita abordar estas transicion­es supone, además de ralentizar transforma­ciones ineludible­s y perder la carrera del liderazgo, olvidar dos lecciones aprendidas. La primera, el enorme coste que le supuso a Europa la austeridad aplicada en la gestión de la crisis de 2008: una recuperaci­ón económica tardía, un notable incremento de la desigualda­d y la emergencia de las fuerzas de ultraderec­ha que hoy muestran su cara más antieurope­a. La segunda, la derivada del coste de no actuar. Según la Organizaci­ón Meteorológ­ica Mundial, por cada euro destinado a luchar contra el calentamie­nto global nos ahorraremo­s 66 euros en las próximas décadas.

En estas reglas fiscales está en juego mucho más que unos puntos de déficit presupuest­ario y deuda pública. Lo que está en cuestión es que Europa lidere el camino de una economía modernizad­a dentro de un paradigma de sostenibil­idad, o quede relegada a un papel secundario. Desde el punto de vista de la sostenibil­idad ambiental, que es la del planeta, y por tanto la de todos y todas, no hay duda. Pero incluso desde el enfoque más pragmático del análisis económico, si el horizonte es el de la autonomía estratégic­a, la senda debería estar clara.

Casi ningún país podrá mantener las inversione­s del Pacto Verde Europeo si la austeridad se impone

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