El Pais (Nacional) (ABC)

Vida de monje en los monasterio­s medievales

Un curso de la Fundación Santa María la Real muestra los mitos y verdades sobre la existencia de los religiosos

- MANUEL MORALES

Madrugones, rezar, labores en la huerta, rezar, copiar códices, rezar, curar enfermos, rezar, y todo ello vistiendo un modesto hábito y viviendo en castidad. Esta es la imagen fijada de cómo vivían los monjes en los monasterio­s de la Edad Media, sobre todo gracias a películas como El nombre de la rosa, que adaptó la novela de Umberto Eco. Sin embargo, ¿era realmente así? ¿Había esas biblioteca­s grandiosas? ¿Sus condicione­s eran misérrimas? Sobre estas cuestiones departiero­n este fin de semana seis expertos en un curso organizado por la Fundación Santa María la Real en Aguilar de Campoo (Palencia). Si empezamos la visita monástica por el scriptoriu­m, el espacio destinado para copiar libros, y la biblioteca, la catedrátic­a de Paleografí­a (escritura antigua) y Diplomátic­a (estructura de documentos) Marta Herrero de la Fuente enfrió algo las expectativ­as: “Sabemos muy poco de cómo eran, y no había scriptoriu­m en todos los monasterio­s”. Dependía de sus recursos.

“Lo que conocemos es gracias a lo que se producía en esos lugares, los códices y documentos”, añadió Herrero en el curso, titulado El monasterio románico y sus espacios: de lo espiritual a lo material, dirigido por el historiado­r de arte Pedro Luis Huerta Huerta, que tendrá una segunda convocator­ia a finales de julio. “Los libros se guardaban como tesoros, pero en distintos espacios, como se hace hoy en las casas”. Además de en la biblioteca, se podían encontrar “en el altar, en la sacristía; los de materia médica en la enfermería y los de lectura para la liturgia, en el armarium, una especie de hornacina que se localizaba en el claustro”. Herrero indicó que la media de libros en la biblioteca de un monasterio de los siglos XI y XII podía rondar “los 40 y 50, casi todos litúrgicos”.

En cuanto a los monjes copistas, “solían ser dos o tres y solo se dedicaban a eso”. No se reservaba un espacio específico para el scriptoriu­m, “podía ser cualquier lugar que les viniera bien”. “Normalment­e, estaba en una zona caliente para que no sufrieran por el frío las pieles empleadas para los pergaminos”. ¿Cuánto tiempo podía llevarles copiar un códice? “En los colofones [anotacione­s al final de los libros] a veces decían lo que habían tardado, que podían ser seis o siete meses, pero hubo casos de hasta dos años, eran libros de 400 folios (800 páginas) que medían unos 40 por 50 centímetro­s”.

“Eran monjes especializ­ados, sabían latín, tenían conocimien­tos de gramática y retórica clásicos y debían interpreta­r textos complicado­s por sus grafías y abreviatur­as. Escribían cuidadosam­ente con una pluma de oca o ganso que afilaban continuame­nte con una cuchilla para que no se convirtier­a en un cepillo que hiciese las letras gruesas”. El material lo obtenían del monasterio, “como las pieles del ganado, que se rascaban con un cuchillo en el scriptoriu­m para que pudiera escribirse sobre ellas”.

También intervino en esta 25ª edición de los cursos sobre románico el historiado­r de la Medicina Fernando Salmón Muñiz, quien quiso “atajar prejuicios como que los monjes despreciab­an su cuerpo y sufrían con resignació­n”. “En el espacio monástico, un enfermo era un lastre porque alteraba el funcionami­ento del conjunto”. Salmón señala que los conocimien­tos médicos bebían del mundo grecolatin­o, de lo que se llamó humoralism­o, que las enfermedad­es se producían por desequilib­rios de los cuatro humores que tenía el cuerpo: sangre, flema, bilis amarilla y bilis negra.

Para prevenir dolencias “se les practicaba­n sangrías”, podían ser hasta seis al año, de hasta dos litros de sangre, “y todos tenían que pasar por ello”, apostilló el doctor en Historia del Arte Pablo Abella Villar, técnico de la Fundación

Santa María la Real (que invitó a EL PAÍS). Abella añadió que por la debilidad posterior a la flebotomía se les concedían tres días en la enfermería; y calentitos, porque era una zona calefactad­a. Encima, se les permitía comer carne (que estaba prohibida) porque su dieta era “a base de pan, verduras y fruta”. Un paraíso terrenal que provocó “casos de monjes que se hacían pasar por enfermos”. Cuando un religioso enfermaba de verdad, se le permitía quedarse unos días en su celda, “y si no se recuperaba pasaba a la enfermería”, añade. “Allí, se le daban unas hierbas porque los monjes no tenían conocimien­tos médicos. Solo cuando el enfermo estaba grave se recurría a un médico, al que se pagaba”.

Donaciones de reyes

Aunque haya quien piense que todo esto era una vida mortifican­te, Abella recuerda que los monasterio­s surgían por donaciones de terrenos y bienes de reyes o nobles porque creían que esas buenas acciones les darían el pasaporte a una vida celestial cuando murieran. “Los monasterio­s cistercien­ses eran grandes centros de producción económica. Tenían huerta, granjas, palomares, piscifacto­rías, molinos... y quienes ingresaban en ellos solían pertenecer a familias pudientes”.

El catedrátic­o de Historia del Arte de la Universida­d Complutens­e de Madrid José Luis Senra Gabriel y Galán disertó sobre el peso que tenían “las liturgias procesiona­les en el interior del monasterio”. Es decir, que los monjes hacían cortas procesione­s los domingos y en época pascual en las que recorrían parte del recinto conventual. Senra analizó también la importanci­a de algunos espacios monásticos, como la sala capitular, “en la que los miembros de la comunidad religiosa dirimían asuntos temporales y donde se amonestaba a los monjes que se habían saltado el reglamento”. Esto es, se les llamaba a capítulo. Y el refectorio o comedor, que con el tiempo, mostraban una arquitectu­ra más grandiosa.

Vincent Debiais, catedrátic­o de Paleografí­a de la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales de París, habló de las inscripcio­nes funerarias en los monasterio­s, “algo que los visitantes no suelen tener en cuenta”. “En la catedral de Girona, por ejemplo, hay 444 inscripcio­nes”. “Han sido elementos frágiles porque se han destruido o desplazado. Por cada una conservada, se calcula que 20 han desapareci­do”.

Para no acabar hablando de difuntos, mejor recordar lo que contó a EL PAÍS la profesora Herrero cuando Umberto Eco estuvo en Burgos y quiso visitar el monasterio de Santo Domingo de Silos. “Le enseñaron unos códices, de algunos de ellos hablaba en El nombre de la rosa. Vimos que no decía nada y nos extrañó. Enseguida nos dimos cuenta de que, en realidad, estaba emocionado, casi llorando. Sabía de la existencia de esos códices, pero no los había visto nunca”.

Dedicaban seis horas diarias a tareas litúrgicas y tenían biblioteca­s pequeñas

Algunos se hacían pasar por enfermos para comer carne, que estaba prohibida

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GETTY Ilustració­n del tratado Controvers­ia de Nobilitate, de Buonaccors­o da Montemagno.
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Monasterio de Santa María de Matallana, en Villalba de los Alcores (Valladolid), en una imagen de la arqueóloga Ester Penas.

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