La paradoja vasca: el 47% de las huelgas de España en el territorio más rico
La conflictividad laboral es seña de identidad de Euskadi, con una fuerte tradición sindical
De las 679 huelgas que hubo en España en 2022, según los últimos datos del Ministerio de Trabajo, 320 fueron en Euskadi. Es decir, el 4,5% de la población del país concentra casi el 50% de la conflictividad laboral. El año pasado, de acuerdo al Consejo de Relaciones Laborales de Euskadi, 58.307 trabajadores participaron en otras 325 huelgas. No es un fenómeno nuevo —aunque el número oscila bastante: 298 en 2010; 164 en 2016; 308 en 2019...— y no puede explicarse solo con cifras porque la comunidad con más conflictos laborales es también la que dispone del salario medio más alto de España (2.545,83 euros) y la tasa de paro (6,6%) más baja del país. El arraigo sindical forma parte de la identidad vasca.Sus trabajadores protestan más porque llevan toda la vida haciéndolo.
Las organizaciones presentes en el territorio explican que esa mejor coyuntura laboral obedece, precisamente, a la lucha en la calle. “Tenemos las condiciones de trabajo que nos hemos ganado”, afirma Pello Igeregi, responsable de negociación colectiva de ELA, el sindicato mayoritario. Loli García, secretaria general de CCOO en Euskadi, comparte que la situación es mejor, pero añade: “También la vida es más cara aquí, especialmente la vivienda, y en los últimos años hay un retroceso en los servicios, sobre todo en la joya de la corona, la sanidad. Peleamos para que no se deteriore más y para que los beneficios de las empresas redunden en los trabajadores”.
El PNV, que desde 1980 ha presidido Euskadi todas las legislaturas menos una, acusa a los sindicatos de dibujar un panorama “catastrofista” y perseguir fines “electoralistas” con sus últimas jornadas de protesta. El portal de transparencia del partido no actualiza su cifra de afiliados desde 2021, cuando decía contar con 21.782. ELA afirma tener 103.000, y CCOO, 47.147. La afiliación sindical vasca es superior a la media del resto del país. Javier Gómez, de 56 años, encargado de Industria de CC OO en la comunidad, asegura que “el motor de las movilizaciones y el origen de la fuerza sindical en Euskadi viene del sector del metal, que empujó a los demás”. Recuerda que sus padres ya le llevaban a las protestas para reivindicar derechos laborales. Alicia Graña, del mismo sindicato, donde dirige el área del Servicio de Ayuda a Domicilio (SAD) para personas dependientes, cuenta que en su colectivo (el 96% son mujeres) llevan a sus hijos a las manifestaciones: “Lo hemos mamado y ellos también, y luchar por sus derechos les parece lo normal. Para mí, y para muchos aquí, afiliarse a un sindicato es como asegurar el coche: no me planteo no hacerlo, lo necesito para defenderme”. Jon de las Heras, profesor de Economía Política de la Universidad de País Vasco (donde también han protagonizado varias jornadas de huelga), afirma: “Aquí pasas por delante de las Diputaciones y todos los días hay alguna manifestación. Y si lo ves, lo normalizas. Hay una historia de reivindicación, de empoderamiento de los trabajadores, una estrategia distinta a la más pactista del resto del Estado. El movimiento de pensionistas más fuerte de España, por ejemplo, es el de Bilbao”. Para García, sin embargo, el arraigo sindical vasco tiene que ver “con la cultura de la cuadrilla”: “Es una sociedad muy participativa donde estás acostumbrado a ponerte de acuerdo, a hacer un bote... al fin y al cabo, a negociar”.
En 2022, la conflictividad se concentró en la Industria (el 79,7% de las jornadas no trabajadas), fundamentalmente, por la negociación del convenio de la Siderometalúrgica de Bizkaia, según el Consejo de Relaciones Laborales. El año pasado, sin embargo, el 65,5% de los paros se concentraron en el sector de servicios. Ambulancias, Bilbobus, Ayuda a Domicilio, Construcción, educación concertada... son algunos algunos de los colectivos que han ido a la huelga en los últimos años.
ELA y LAB no participan en el diálogo social con patronal y Gobierno vasco, como sí hacen CCOO y UGT. Igeregi cuenta que la última vez que ELA se sentó en esa mesa fue en 1999. “Pretendían dar apariencia de negociación a lo que era imposición pura y dura y decidimos reforzar las herramientas de movilización, sobre todo, la caja de resistencia, que es lo que nos ha permitido tener tantas huelgas en tantos sectores. El 25% de las cuotas se destina a eso, para que a partir del tercer día de huelga podamos dar una cantidad al trabajador, con un tope, su salario habitual”. La caja de resistencia permitió a los trabajadores de Novaltia, distribuidora de medicamentos, aguantar “la huelga más larga de Europa”, según ELA: tres años y ocho meses. Finalmente, lograron un incremento salarial medio del 27%, pero, tras el conflicto, CCOO se impuso en las elecciones sindicales de la empresa. De las Heras destaca que otros sindicatos autonómicos, como la CIG en Galicia y OSTA en Aragón emulan a ELA: “Siguen una estrategia de más confrontación en la que la conflictividad laboral es el método de negociación”.
El 55,3% de los trabajadores vascos disfrutan hoy de convenios vigentes; otro 40% (258.000 empleados) los tienen prorrogados y siguen negociando y han decaído los que afectan a 30.000 personas. “El nivel de cobertura de los convenios colectivos”, afirma Igeregi, “es el más alto de las últimas dos décadas”. Alicia Graña, responsable del Servicio de Ayuda a Domicilio de CCOO, explica que desde el primero, en 1996, hasta el último, que abarca hasta 2027, han tenido que “pelearlos en la calle”. El colectivo protagonizó 25 jornadas de huelga en menos de un año hasta mejorar sus condiciones y lograr el compromiso de elaborar un protocolo contra el acoso sexual. “Cuando empecé en esto, hace 34 años”, relata Graña, “el sector funcionaba básicamente en la economía sumergida. Hoy los políticos hablan mucho de ‘llevar los cuidados al centro’, pero muchos aún no han entendido el desgaste físico y psicológico de lo que hacemos. Mis compañeras tienen las espaldas destrozadas. Encadenan duelos, porque cuando ayudas a alguien, le coges cariño; trabajan con personas que sufren enfermedades mentales, se ocupan de tejer redes, cuando alguien necesita una trabajadora social porque no le llega la pensión o llevan comida de su casa si les falta. He atendido a hombres que me tocaban el culo y me leían los anuncios de prostitutas del periódico, y he visto maridos que abusaban de sus mujeres encamadas. Es muy duro”.
Graña, de 59 años, cuenta que su vinculación al sindicato, en el que entró a los 25, sigue intacta, pero se ha desencantado de la política. “Hace cuatro años tenía claro a quién votar. Hoy no. Los políticos solo llaman en campaña. A los Ayuntamientos que gestionan nuestros servicios solo les interesa ahorrar y a las empresas, hacer caja. Cuando, casi siempre una mujer, pide asistencia para un familiar, le dan tres opciones: centro de día o residencia; prestación de 400 euros o ayuda a domicilio. La población envejece y cada vez necesita más cuidados, pero el número de trabajadoras baja porque en los Ayuntamientos animan a pedir la prestación, más barata para ellos, y que los familiares se hagan cargo”. Eso contribuye, apunta García, a la brecha de género, porque son sobre todo mujeres las que lo asumen. “Queda mucho por hacer”, concluye Graña.