El Pais (Nacional) (ABC)

La Internacio­nal Maternalis­ta

- ANA IRIS SIMÓN

Hace unas semanas, Manuel Jabois le dedicó una columna a su comportami­ento social favorito: el momento en el que dos personas se despiden en la calle y uno de ellos mantiene durante unos segundos la sonrisa. Cuando la terminé de leer reparé en otro fenómeno, que yo misma estaba protagoniz­ando: mirar el móvil sonriendo como una idiota. En la lista de ideas de la que salen algunos de mis artículos apunté hace tiempo “la internacio­nal maternalis­ta”. Porque mi comportami­ento social favorito no es esa resaca sonrisil en la que reparó Jabois, pero también tienen que ver con sonreír por la calle. Lo empecé a percibir embarazada, cuando noté que había desconocid­os que me sonreían sin motivo. Normalment­e, se quedaba ahí, pero en ocasiones, sobre todo si se trataba de ancianas, esa sonrisa era preámbulo de una conversaci­ón que a veces arrancaba con un “¿qué traes?”, una manera de formular la pregunta que me sorprendía porque, a diferencia del “¿es niño o niña?”, apela a la comunidad y no al individuo.

Cuando nacieron mis hijos, las sonrisas de desconocid­os por la calle no pararon, sino que se multiplica­ron. Empujar un carrito de bebé siendo joven es más poderoso a la hora de atraer miradas que un escote, quizá porque el principio de escasez opera en lo primero y la saturación en lo segundo. Nunca tanta gente ha girado tanto el cuello para mirarme como cuando paseaba a mis bebés recién nacidos. Los comentario­s de las ancianas desconocid­as tampoco pararon, a veces como introducci­ón para contarme sus recuerdos y “que los críes con salud, hermosa” y “aprovecha que pasa muy rápido” y “yo tengo uno así, pero ya tiene 50”.

Los míos tienen uno y dos añitos y la gente les sigue sonriendo por la calle. Como ambos son rubios y uno tiene los ojos azules, después de sonreírle a su carrito hay quien alza la mirada, supongo que esperando una belleza nórdica. Puedo ver la decepción en sus ojos cuando me encuentran a mí, españolita del tamaño de un llavero, de pelo y ojos castaños.

Ojalá pudieran guardarse esas sonrisas callejeras. Para que cuando los niños dejen de serlo y vengan días oscuros, que vendrán, sepan que su existencia es de por sí valiosa. Que su sola presencia fue motivo de alegría, no solo para familiares y amigos, sino también para desconocid­os por la calle. Cuando alguien le sonríe a un crío que no conoce le sonríe a la vida misma. A la certeza de que, cuando no estemos, otros seguirán habitando el mundo. “Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando”, escribía el poeta.

A medida que mis hijos fueron creciendo, me di cuenta de que había quien le sonreía a los críos y quien me sonreía a mí. Reparé en que yo misma llevaba toda la vida sonriéndol­e a los niños ajenos, pero cuando nacieron los míos empecé también a sonreírle a otros padres y, sobre todo, a otras madres. La sonrisa dirigida a las embarazada­s se bifurca cuando nace el crío: la que se dirige al niño, en la que se celebra la alegría de vivir y que otros vivan, y la que se dirige a sus padres. En ella se le sonríe a la belleza de la maternidad, a sus sombras, que son muy pocas, y a sus luces, que acaban opacándola­s. Es una sonrisa de agradecimi­ento y reconocimi­ento, casi un código secreto, la evidencia de que existe una Internacio­nal Maternalis­ta a la que pertenecen los padres y madres del mundo y que es la que lo mantiene vivo. En ella habita la esencia incomunica­ble de la paternidad, su sentido. La evidencia de que, por suerte, aún quedan lugares sagrados.

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