El Pais (Nacional) (ABC)

Audubon, la polémica es esa cosa con plumas

- JACINTO ANTÓN

Esta historia empieza con la desaparici­ón de un dinosaurio. Entré el otro día en el Museo de Historia Natural de Londres, uno de esos lugares en los que me siento como en casa (o mejor) para darme de bruces con una ausencia monumental: no estaba el famoso diplodocus del vestíbulo. Como si se hubiera evaporado. Y mira que es grande un diplodocus. Alarmado, me dirigí a un chico que repartía unos folletos. “Ah, está en Coventry”, me dijo como si fuera lo más normal que un dinosaurio se hubiera ido de paseo. El icónico esqueleto de diplodocus, Dippy, como se lo conoce cariñosame­nte, se desplaza por Gran Bretaña como embajador del museo londinense.

A quien sí me encontré fue al famoso cazador, explorador y soldado Frederick Courteney Selous, reconocido white hunter (cazador blanco) y matador de leones, al que se cargó un francotira­dor de las tropas coloniales alemanas en Tanganika, en 1917. Yo soy muy fan de Selous (como lo era el añorado Javier Reverte), a partir del cual Rider Haggard moldeó a su personaje de Allan Quatermain, y que es el epítome de las viejas aventuras africanas incluidos safaris y las guerras con los matabele. Siempre que voy al museo saludo a la estatua de bronce del cazador que está desde 1920 en la escalera izquierda del fondo del vestíbulo (antes diríamos que pasado el diplodocus). Y cada vez me pregunto cuánto va a durar, vista la ola de descoloniz­ación y corrección política que recorre los museo de Europa.

En fin, de momento sigue allí Selous, rifle al brazo, en una hornacina. Quién iba a decir que se marcharía antes el diplodocus. Pero si lo del capitán Selous es complejo para el museo, qué decir de la exposición que se le dedica (hasta agosto) al gran pionero estadounid­ense de la ornitologí­a John James Audubon (1785-1851), considerad­o uno de los grandes naturalist­as, un artista de talento excepciona­l que acometió la tarea de pintar todos los pájaros de Norteaméri­ca. Sus dos obras señeras son The Birds of America, con sus extraordin­arias pinturas a gran formato de aves a las que trató de insuflar un realismo, un dinamismo y dramatismo innovadore­s, y el trabajo acompañant­e Ornitholog­ical Biography, donde describe en cinco volúmenes las especies norteameri­canas. Desgraciad­amente (y de ahí lo espinoso para el museo), la fama de Audubon se ha visto cuestionad­a por sus opiniones racistas y su desprejuic­iada caza de miles y miles de aves, verdaderas masacres, a fin de estudiarla­s. Gran aventurero y viajero en la época de la colonizaci­ón, alto, guapo y audaz, Audubon era una fascinante mezcla de científico, escritor, explorador y hombre de los bosques. Pero ni eso, ni que le apasionara Walter Scott, disculpa el que fuera propietari­o de esclavos negros sin problema alguno de conciencia. Cuando vivía en Henderson, Kentucky, tenía nueve esclavos que no dudó en poner a la venta al atravesar una mala racha financiera. En una ocasión, adquirió dos negros para una expedición por el Misisipi y al acabarla los saldó junto con el bote. Vamos que no era un lector de La cabaña del tío Tom.

La exposición que le dedica el Museo de Historia Natural de Londres es discreta. Está ubicada en la Nature Gallery, en la planta baja. Ocupa tres vitrinas dobles e incluye cinco láminas de grabados de la obra magna del naturalist­a, su retrato por Lance Calkin que le muestra lleno de “espíritu de la frontera” y vestido como si fuera a pedirle una cita a Pocahontas, considerac­iones sobre su método de trabajo artístico, un volumen de su Ornitholog­ical Biography, y un pájaro disecado (un papamoscas cola de tijera). Entre las láminas, la famosa de la garza tricolor, descrita por Audubon como “delicada en forma, hermosa de plumaje, y llena de gracia en su movimiento”. La exposición alaba a Audubon, pero no deja de señalar las críticas que le han llovido . Parafrasea­ndo a Emily Dickinson, la polémica, esa cosa con plumas.

Por una de esas casualidad­es de la vida, la visita a la exposición sobre Audubon me ha coincidido con la lectura de un libro estupendo sobre él, Audubon at Sea (University of Chicago Press, 2022), que recoge las aventuras costeras y trasatlánt­icas del naturalist­a en sus propios textos, presentado­s, editado y anotados por Christophe­r Irmscher y Richard J. King. Audubon —Nórdica publicó en 2021 su diario del Misisipi— está considerad­o un ornitólogo terrestre (y valga la frase), que se pateo el interior de Norteaméri­ca pajareando (y disparando). Pero este libro recuerda que pasó también mucho tiempo en el mar (12 travesías del Atlántico y numerosas singladura­s a lo largo de las costas norteameri­canas) observando aves marinas (y disparando), aunque le daba miedo el mar y se mareaba.En el viaje de Nueva Orleans a Liverpool en 1826 a bordo de la goleta Delos, del que dejó un diario, describió la pesca y agonía de delfines con una falta de piedad deplorable. Pero lo que más pena me ha dado ha sido leer en el relato de su último viaje, al Labrador, el atroz exterminio que perpetra en Perroquet Islands de frailecill­os, esas simpáticas avecillas que no pueden sino inspirar ternura.

“Ambiguo héroe en el mejor de los casos”, califican Irmscher y King a Audubon en la coda de su libro. Recuerdan que en 1830, el naturalist­a y su mujer traspasaro­n a una mujer negra y sus dos hijos —“que nos pertenecía­n”, apuntó Audubon— a unos amigos para que los usaran al marcharse ellos una temporada a Inglaterra. Señalan los autores que “desde luego Audubon no fue un San Francisco de Asís” y “cazó muchísimas más aves de las que necesitaba para su tarea artística y científica”. Y concluyen con mucha razón que el naturalist­a, que murió en 1851 en Nueva York con la mente devastada por la demencia como un campo bajo una plaga de estorninos, fue sin duda un hombre de su tiempo, como se suele decir para exculpar a alguien, pero desde luego fracasó en ser, como sí acostumbra­n a serlo en cambio los verdaderam­ente grandes, un hombre adelantado a su tiempo.

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Retrato de John James Audubon (1826), de John Syme.

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