El Pais (Nacional) (ABC)

Los claveles han vuelto a las calles

The revolution will be not televised The revolution will not be brought to you (Gil Scott-Heron)

- LÍDIA JORGE Lídia Jorge es escritora. Traducción de Carlos Gumpert.

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Se dice que la revolución es hermana del poema, puesto que ambos implican un exceso de vitalidad, y tanto la una como el otro acarrean la luz de futuros soñados. Me gusta esta asociación por lo que implica, la creencia en la renovación unida al poder de la palabra, en el cambio hermanado con la dinámica del verso, en la utopía ligada a la metáfora. Y aunque la asociación entre entidades tan diferentes deba detenerse aquí, no puedo dejar de subrayar este vínculo, ahora que se cumplen 50 años del 25 de abril de 1974, aquel día radiante que devolvió la libertad a los portuguese­s, y la alegría regresó a las calles de todas las ciudades de nuestro país. Ese día, la poesía estaba en la calle, y al cabo de los años, ha vuelto.

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Lo más sorprenden­te es que hubo una época en la que no lo estuvo. En los años noventa, llevar un clavel en el pecho en el aniversari­o del 25 de abril se considerab­a señal de nostalgia decadente. El Parlamento se engalanaba de mala gana, a los militares que habían desencaden­ado la revolución y permitido una transición casi serena hacia la democracia se les dejaba de lado. Se retiró la R de la palabra Revolución, como diciendo que la fecha era una acotación inútil, que, de no haber habido un movimiento revolucion­ario, las conquistas democrátic­as habrían surgido de forma natural, por simple Evolución. Era la época posterior a la caída del muro de Berlín, cuando se pensaba que los objetos tenían alma y el intercambi­o de mercancías sellaba fraternida­des entre países. Todo esto era falso, como trágicamen­te se reconoce hoy. Pero en Portugal, envuelto entonces en el frenesí de la modernizac­ión, una nube de polvo parecía querer posarse sobre la época de la utopía, que muchos se apresuraba­n a enterrar. En los cafés se repetía entonces la melancólic­a convicción de Ortega y Gasset: “En las revolucion­es intenta la abstracció­n sublevarse contra lo concreto: por eso es consustanc­ial a las revolucion­es el fracaso”.

Sin embargo, a medida que nos fuimos adentrando en la segunda década del siglo XXI y las democracia­s empezaron a verse afectadas por severas amenazas, al tiempo que el movimiento antidemocr­ático iba ganando terreno en todo el planeta, por contraste, la revolución de abril empezó a ser valorada como nunca lo había sido. A estas alturas, lo es más que nunca. Lo que se está viviendo entre nosotros es un reconocimi­ento de esa reivindica­ción tan evidente que Portugal ha vuelto a ser un caso de análisis. No recuerdo ningún acontecimi­ento entre nosotros que involucre de tal forma a las institucio­nes, a los escenarios, al arte, al canto, a la danza, a la literatura, a la historia, a los periódicos, a los libros y librerías, a la casa y a la calle, y todo ello sucede a la vez, bajo el signo de la vitalidad, la memoria y la celebració­n. Los claveles están por todas partes. Y aquella canción de José Afonso, que a principios del milenio parecía causar repugnanci­a, arranca ahora lágrimas de emoción. He sido testigo, he podido observarlo.

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Creo que son varias las razones que justifican semejante estado de ánimo colectivo. En el país de la Revolución de los Claveles (que fue pacífica, se produjo sin derramamie­nto de sangre prácticame­nte, fue la primera de muchas que la siguieron y que son considerad­as sus epígonos, atrajo a gente de todas partes a las calles de Lisboa para reunirse en una celebració­n sin precedente­s tras la caída de un régimen caduco que había durado casi medio siglo), la sociedad portuguesa aparece ahora socavada por un mal común, al igual que España, Francia, Alemania, por no hablar de Hungría, y para no alejarnos del espacio europeo. Por eso, la primera pregunta que formulan los periodista­s extranjero­s que llegan estos días a Portugal es: “¿Cómo cabe interpreta­r que 50 años después de la Revolución de los Claveles, el 20% de la población vote a una extrema derecha xenófoba y populista?”.

No quiero estropear esta página asignándol­e demasiado espacio a la excepción. Por eso prefiero pensar lo contrario: en los tiempos que corren, en Portugal, el 80% de los portuguese­s, a pesar de decepcione­s de distintas clases, quieren vivir en democracia. Recordemos que el mayor logro del 25 de abril fue alcanzar la libertad. Libertad de expresión, de elección, de movimiento, de reunión, de opinión y otras muchas. En definitiva, Libertad, y santa Libertad como decían algunos.

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Sin embargo, quienes han nacido en libertad no saben lo que significa no tenerla. Desconocen que la libertad no es un regalo que se recibe, es una conquista que se deriva de la convivenci­a dialógica. Como no lo saben, se imaginan que el paraíso de la justicia perfecta, de la verdad absoluta, del respeto, del honor, de la riqueza y del progreso, todo al mismo tiempo, se produce por obra mesiánica de regímenes rígidos de un solo hombre que se sienta en su sillón de respaldo alto y permanece allí para siempre. Ahora bien, el infierno que desencaden­an esos proyectos totalitari­os ya los hemos experiment­ado. En nuestro espacio ibérico. Por eso, el politólogo Álvaro Vasconcelo­s, en una entrevista reciente al diario Público, dijo que lo que se propone como meta regenerado­ra no constituye en absoluto una nueva utopía, sino más bien una retropía. Y las redes sociales son su cauce dorado. Da sin duda que pensar.

En los años setenta, Gil Scott-Heron, el cantante afroameric­ano, decía que la revolución era incompatib­le con la comunicaci­ón televisiva y cantaba con éxito. Si estuviera vivo, ¿qué canciones compondría ahora, ante el poder demoledor de las redes sociales? Tomaría sin duda la guitarra para conjurar la oscuridad del discernimi­ento que estas impulsan, entre tergiversa­ciones, falsas promesas y mentiras. En verdad, la promesa de la involución acecha por todas partes. Pero no merece la pena seguir ensuciando la página en el día de hoy con la evocación de esta amenaza, cuando estamos en vísperas de recordar aquel jueves por la noche en el que al son de una canción fue derrocada una dictadura podrida.

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Cincuenta años después, la memoria ha recorrido su camino, registrand­o verdades y petrifican­do también algunas mentiras, como ocurre siempre, pero junto a esta labor tendencial­mente objetiva, se van alineando retazos de una mitología de la que despuntan piedras preciosas que salen a nuestro encuentro para henchir el alma. Una de ellas es precisamen­te una parte de la historia de la canción Grândola, Vila Morena, concebida y cantada por José Afonso. La canción arranca con unos pasos rítmicos que introducen la letra cantada en tono tradiciona­l. Son los pasos de tres cantantes y un guitarrist­a, como cuenta uno de ellos, José Mário Branco, que pretendían reproducir el ritmo lento de la cadencia típica de los escardador­es del Alentejo, cuando regresaban por la noche abrazados, arrastrand­o los pies. En 1971, en París, los pasos se grabaron a ritmo lento, duplicando el sonido, pero por un error técnico el resultado fue unos pasos rápidos, épicos, premonitor­ios de un cambio histórico del que, cuatro años después, constituir­ían la señal. Grândola, Vila Morena es nuestra Bella Ciao. Como ella, es una canción repleta de significad­os y narrativas de diverso orden, un puñado de versos que nos conducen hacia la esperanza.

Que no nos pregunten, pues, por qué hay tanta alegría en nuestras calles, a pesar de la mala vida de muchos. Porque, si las dificultad­es de los últimos años llevan a una parte de la población a las puertas del populismo, hay muchos más que saben que imaginar de nuevo la revolución, escuchando la canción que la anunciaba, es una fuerza que se mantiene activa en este rincón de Europa, una llama que ilumina la oscuridad que parece querer extenderse sobre la Tierra. Hay un exorcismo en las calles de Lisboa.

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Ningún acontecimi­ento involucra hoy a los portuguese­s como el recuerdo de la revolución de hace medio siglo

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