Kant entre dos frentes
Dos circunstancias llenan el ánimo de temor creciente cuanto más persistentemente se ocupa de ellas la reflexión: la amenaza militar de las dictaduras del Este y el tribalismo político identitario en nuestras propias filas. Hoy, ambas ponen en riesgo la pervivencia de las democracias liberales. Por ello, una vez más debemos tener el valor de pensar y actuar por nosotros mismos. Pero, sobre todo, este coraje no debe entenderse solo en el sentido de reforzar la autonomía militar y económica, como si las guerras más cruentas se libraran principalmente por los recursos materiales, y no por ideales e identidades; como si las debilidades críticas se manifestaran en primer lugar en el producto nacional bruto y la reducción del presupuesto de defensa, y no en el ámbito de las convicciones compartidas.
Un primer paso para aclarar la posición de uno consistiría en reconocer que estas circunstancias presentes —el nacionalismo dictatorial regresivo al estilo de Putin y la política de identidad supuestamente progresista de los ambientes académicos de izquierdas— comparten la misma imagen del enemigo: los ideales morales y jurídicos de la Ilustración europea, particularmente en forma de compromiso incondicional con la universalidad de la dignidad humana, la autodeterminación en la acción y el derecho al desarrollo individual, entendido también en sentido económico.
No ha existido mente que haya formulado la validez de estos ideales con mayor lucidez que Immanuel Kant. Hoy se celebra con gran pompa el tricentenario del nacimiento del más grande de los pensadores de la Ilustración. Una de las ironías de esta época de ensimismamiento filosófico consiste en que los enemigos declarados de los modos de vida liberales reconocen el valor fundamental del pensamiento de Kant con más claridad que sus defensores. Justo en la primavera del jubileo, Antón Alijánov, gobernador del enclave ruso de Kaliningrado (antes Königsberg), acusaba al hijo celebérrimo de la ciudad de ser el “creador intelectual del Occidente moderno”, para precisar acto seguido que sus obras Crítica de la razón pura y Fundamentación de la metafísica de las costumbres “sentaron las bases éticas y de valores del conflicto actual”. El loro de Putin estaba pensando en la guerra defensiva de Ucrania.
Aunque el veredicto de Alijánov no estaba cargado con un conocimiento profundo de los textos, en este caso la boca del idiota dijo la verdad. En efecto, la Ilustración de Kant es lo opuesto a los nefastos regímenes violentos como el de Putin, que utilizan una confusa mezcla de racismo, fantasías de pureza étnica y doctrinas ortodoxas para forjar armas de guerra incondicional contra otros demonizados, en este caso, “Occidente”.
El hecho de que para el bando de la política de identidad que se tiene a sí mismo por progresista Kant también represente la imagen del verdadero enemigo de su propio activismo no es una casualidad. En nombre del anticolonialismo, el antieurocentrismo, el antifalocentrismo y, por supuesto, el anticapitalismo, la existencia y la obra del viejo hombre blanco de Königsberg se consideran símbolo de todo lo que hay que superar y hacer caer del pedestal. En nombre de la actual política de identidad, donde antes había universalismo y liberalismo kantianos, en adelante deben reinar la relatividad de los valores y el colectivismo; donde el hombre, como ser autodeterminado, debía buscar el camino hacia su propia voz y su felicidad, a partir de ahora la víctima marginada será la destinataria principal de la evolución del grupo.
Sin embargo, la alianza solo en apariencia contradictoria entre los mencionados enemigos de la Ilustración difícilmente podría haber cobrado tanta fuerza en la última década si el bando liberal no hubiera abandonado también el universalismo radical de Kant, y con ello el fundamento de una actitud liberal coherente. A raíz del colapso de 1989 llegó a creerse en Occidente que era posible renunciar a cualquier forma de reflexión más profunda sobre sí. ¿Acaso la llamada realidad no hablaba por sí misma? ¿No había demostrado el modelo occidental de democracias liberales su superioridad funcional, tanto en lo que al entorno vital como a la economía, la cultura, y hasta la ecología se refería? En esta línea, “la humanidad” llegó a reducirse a una categoría puramente biológica, en vez de entenderla, como hiciera Kant, como un ideal de desarrollo cultural aún por realizar.
¿Hay alguien que hoy siga creyendo que puede maniobrar entre los estrechos existenciales de las constelaciones actuales con la sola ayuda de un pragmatismo benévolo y, a ser posible, subvencionado, ya sea en el Donbás, en el mar de China, en las playas de Gaza o en el golfo de Adén? Todas ellas son zonas de máximo riesgo de violencia y revancha, en las que solo el compromiso incondicional, es decir, kantiano, con el valor de cada vida humana, y una defensa sólida del derecho internacional humanitario pueden servir de brújula liberal.
Kant también nos ilustró sobre cómo cada uno de nosotros puede descubrir y activar esta brújula, especialmente en la más profunda oscuridad. Y no es sino mediante el ejercicio de calma en las horas de miedo al acecho y pérdida de sí que sigue adornando la lápida del pensador en Königsberg: “Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto crecientes a medida que pienso y profundizo en ellas: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí”.
Honrar el legado del filósofo en su tricentenario ayuda a iluminar los valores de la modernidad, hoy en peligro