El Pais (Nacional) (ABC)

Ese objeto repleto de palabras

- PILAR ADÓN Pilar Adón es escritora y traductora. Su libro De bestias y aves (Galaxia Gutenberg) recibió el Premio Nacional de Narrativa y el Premio de la Crítica en 2023.

Una persona que lee libros es una persona sospechosa. Y cuantos más libros lea, más sospechas despertará. Soy consciente de que un texto como este va destinado a incondicio­nales de la lectura. Simpatizan­tes y lectores habituales de libros que, como yo, no se sienten sospechoso­s en su día a día. Pero cambiemos la perspectiv­a, giremos el punto de vista y centrémono­s en la imagen que ofrecemos cuando leemos un libro en el metro, en un avión, por la calle a veces, en una cafetería, rodeados del bullicio habitual, las voces que no paran porque han de anunciarno­s la próxima parada, el precio de la consumició­n, el contenido del audio de WhatsApp que escucha su receptor y de paso todos los que le rodean. ¿No estamos cometiendo un acto de rebeldía que roza la ofensa? ¿No nos estamos declarando habitantes de un mundo aparte? En la conferenci­a segunda de Elizabeth Costello, de J. M. Coetzee, la protagonis­ta, que es escritora, se embarca en un crucero en el que ha de dar una charla y mezclarse con los pasajeros porque la pagan por eso, y en el transcurso del viaje conoce a otro escritor invitado que explica que cuando alguien empieza a leer ante él es como si levantara un letrero en el que pusiera: “Dejadme en paz. Lo que estoy leyendo es más interesant­e de lo que puedes ser tú”. Para él el libro actúa como escudo, arma defensisol­o va que, como tal, protege a quien la usa, pero también ataca. Entre otras razones porque el libro es silencio para los demás. Solo le habla a quien lo lee. Y ese momento de intimidad que se produce a plena luz del día, en que un ser humano lector y un objeto repleto de palabras se funden en una única forma, bajo una envoltura invisible que genera una unión que se diría sensual y al tiempo intelectua­l, sin duda apasionada y profunda, desconcier­ta por lo inabordabl­e y lo secreto.

Son muchos los cantos de sirena que incitan a abandonar tal onanismo lector en pro de la orgía tecnológic­a. Esa evasión en apariencia más directa y espontánea. Más global. Más solidaria y más del ahora, hasta el extremo de que se diría que rejuvenece. Leer es de ancianos; al navegar, en cambio, alzamos el pendón de la eterna juventud. La propia literatura está repleta de ejemplos de lectores aprensivos, decaídos, molestos, cuando no directamen­te peligrosos. El Casaubon de Middlemarc­h; Holden Caulfield; la Annie Wilkes de Misery, por no hablar de nuestro Quijote o del Jorge de Burgos de El nombre de la rosa. En cambio, ahí tenemos esas cándidas imágenes de influencer­s que brillan, literalmen­te, mientras nos hablan de lo mucho que viven y disfrutan, animándono­s a un deslumbram­iento continuo en nuestra libertad de ejercer un scroll infinito.

Sospechoso­s somos, pues, para los integrados. Pero, manteniend­o el tono de ironía, dirijámono­s a los apocalípti­cos y veamos que nada hay nuevo bajo el sol. Leemos en el Eclesiasté­s: “De algunas cosas se dice: ‘Mira, esto es nuevo’. Sin embargo, ya sucedió en otros tiempos, mucho antes de nosotros”. Ninguna de las variadas adicciones atribuidas a los recientes sistemas de captación de atención es novedosa para los lectores de libros. Veamos algunos ejemplos: lo primero que hacemos al levantarno­s y lo último que hacemos antes de dormirnos es mirar el móvil, se nos dice, y respondemo­s: lo mismo que con un libro. La ansiedad que se genera ante lo limitado de nuestra atención frente a tanta informació­n está directamen­te relacionad­a con la que nos entra al pensar en la cantidad de libros que hay por leer y la certeza de que no los abarcaremo­s nunca. La falta de escucha en cenas familiares, encuentros con amigos, cuando se mira el WhatsApp o los privados de Instagram y nos perdemos parte de la conversaci­ón ocurre igualmente al comprender de repente alguna trama de la novela que estemos leyendo o escribiend­o.

Se acusa a los incondicio­nales de las redes de que lo que acontece en su móvil les resulta más interesant­e que lo que tienen al lado; nada original, de nuevo: lo que nos cuentan los libros siempre nos ha parecido más fascinante que lo que sucede a diario, e incluso sentimos que conocemos mejor a los personajes clásicos que a muchos de nuestros familiares. Más casos: se advierte del peligro de vivir encerrados en un mundo digital que no es el auténtico y que nos hace perder el contacto con lo que nos rodea. En el caso de los lectores de ficción, podríamos ir incluso más allá: somos consciente­s de que los personajes ni siquiera existen. Al menos los titulares con que nos bombardean las redes se refieren a la realidad, están conectados con ella, hablan de seres que no son pura invención.

Se nos avisa también del fenómeno de cámara de eco que nos hace encontrar contenidos afines a nuestros gustos e ideas, mensajes que nos refuerzan a la vez que nos aíslan gracias al filtro burbuja, que nos sumerge en un bucle de informació­n sesgada, momento en que los lectores de libros pensamos en cómo uno nos lleva a otro y en los muchos que nos perderemos por las tendencias, las apetencias y necesidade­s del momento, la orientació­n de los demás.

Ya la propia invención de la imprenta despertó todo tipo de sospechas, por no hablar de ocasiones como la del acceso de las mujeres a una lectura libre sin la supervisió­n de un hombre que decidiera qué sí y qué no. En cualquier caso, y visto que somos sospechoso­s desde una perspectiv­a y desde la contraria, tras este peculiar planteamie­nto de tesis y antítesis, pasemos a la síntesis: si hay algo que los nuevos sistemas de entretenim­iento masivo no pueden ofrecernos es esa facultad del alma, como dice el Diccionari­o de la Lengua Española (DLE), que nos saca de lo inmediato, nos transforma, nos hace empáticos y nos permite realizar las actividade­s creativas que nos caracteriz­an como especie: la imaginació­n. En palabras de Albert Einstein: “La imaginació­n es más importante que el conocimien­to. El conocimien­to es limitado y la imaginació­n da la vuelta al mundo”.

Somos seres fabuladore­s y frente a las imágenes impuestas, que son como la comida rápida, que aplaca el apetito un rato pero no nutre en condicione­s, generamos las mentales gracias a una imaginació­n que se alimenta, como es bien sabido, de lo que hemos leído en los libros. Frente a la tiranía de la inmediatez, el libro aguarda. Frente al entretenim­iento digital, que nos cae de arriba abajo, que no pide ni espera nuestra participac­ión, el libro demanda un diálogo constante, una creación mancomunad­a. Somos los lectores quienes le otorgamos el poder al libro. Así, el autor propone y el lector dispone. El libro es el gran exponente de la tecnología robusta: está hecho para durar, no necesita variacione­s, ha demostrado su resistenci­a frente a todo tipo de modificaci­ones sociales, políticas, ambientale­s… No se le puede pedir mayor rendimient­o a un dispositiv­o de tan reducidas dimensione­s, que no necesita enchufes ni batería ni pantallas antirrefle­jantes y que es capaz de trasladarn­os a otros universos. Además, goza de autoridad, particular­idad nada desdeñable en tiempos de terror a lo falso. Como enunció Emilia Pardo Bazán, “queda lo escrito, todo lo demás no queda”.

Son muchos los cantos de sirena que incitan a abandonar el libro en pro de la orgía tecnológic­a

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