La cultura siempre fue mutante
Buena parte del descrédito galopante que padecen las humanidades es responsabilidad directa y delictiva de los propios miembros estamentales del segmento humanístico de la academia y la universidad, a menudo soberbiamente blindada entre los muros sordos e insociables de sus instituciones, atrincherados en sus saberes con la infinita arrogancia de quien mantiene inexpugnable a la contaminación de la sociedad y su polución ambiental el fortín.
La quitinosa capa impermeable de esos medios académicos es notable ya de por sí, pero en los medios humanísticos —departamentos de lenguas clásicas, de historia antigua, de literatura de otras épocas, de filosofía y otros medios afines— la sobreactuación ante la feliz sociedad cambiante en que vivimos ha sido siempre defensiva, aprensiva y reprensora en lugar de alegremente contagiosa de los saberes que custodia y a duras penas difunde. La mala fama clásica en esos medios de la buena divulgación es uno de los síntomas más tristes de la incomprensión del papel social del saber académico. El desdoro de escribir libros legibles sigue vivo en demasiados ámbitos, como si los grandes ensayistas de la historia, por ejemplo, no hubiesen sido extraordinarios divulgadores, desde Tony Judt hasta Timothy Garton Ash (o nuestro Santos Juliá o José Álvarez Junco o Isabel Burdiel).
Por fortuna, nada de eso es ajeno ya a múltiples profesores de humanidades, pero prevalece el prestigio de la exquisita queja cultural ante una sociedad que, según ellos, ha perdido el interés en esos saberes cuando antes las masas se volvían locas por las latinidades (como mínimo). La causa de ese desinterés, por supuesto, no es nunca la insufrible pedantería ultrahermética que muchos gastan, sino un desinterés social de la ciudadanía sobre sus cosas de humanidades, esas humanidades que empezaron a funcionar en nuestro sentido moderno desde el siglo XIV italiano (y contó tan elegantemente Francisco Rico en El sueño del humanismo, apto para todos los públicos formados) y que siguen tan campantes como cambiantes hoy.
Y lo que hacen, de hecho, es campar por nuevas rutas impensables hace años. Determinados hilos de X (antes Twitter), múltiples documentales en plataformas y productoras, las webs de museos de altísima gravedad histórica (como las que tiene activadas modélicamente el Museo del Prado) son ejemplares muestras de resintonización de grandes tradiciones humanísticas con el tiempo vivo y su ciudadanía no académicamente cautiva. Por no hablar de YouTube, donde el aficionado y hasta el desconfiado encuentra los mejores conciertos de música clásica o ciclos de conferencias de primerísimo nivel, y hasta subtituladas.
Por fortuna, muchos expertos en humanidades han entendido que también ellas han cambiado a lo largo de los siglos su modo de ofrecerse como investigación y como saber admirable, y hoy no estamos en una etapa diferente. La divulgación no equivale a la degradación del saber, sino a la culminación de su fin último y más alto: compartirlo con el mayor número de gente posible para abrir resquicios, dudas, experiencias que de otro modo serían inaccesibles.
Por descontado, las humanidades han vivido un último salto estratosférico al encarnarse de forma natural y óptima en el medio audiovisual, donde la oferta de calidad es tan extraordinaria que resulta poco menos que inabarcable para una sola persona que además de leerse a su Séneca, su Cervantes o su Shakespeare, traducidos o no, quiera también disfrutar con la excelencia de productos como El ala Oeste de la Casa Blanca, Los Soprano, The Wire o… La mesías, eximios ejemplos de la cultura humanística del siglo XXI que solo la esclerosis moral e intelectual de algunos sectores profesionales de las humanidades expulsarán del canon. Sí, por fortuna, las Humanidades ya no son solo lo que eran, porque sin dejar de serlo son más cosas, y muchas de ellas incipientes clásicos contemporáneos.