Lo llaman progreso, pero es el mercado
Las humanidades languidecen, pero hay voces que gritan: “Esto ya había sucedido”, “tenemos una visión narcisista de la historia”, “es el progreso”. Quizá sentirnos protagonistas de nuestro presente sea un acto de responsabilidad que se solapa con Ulises y Prometeo, héroes polimecánicos que utilizan la técnica para materializar la inspiración, ludismo, Mary Shelley, invención de la lavadora, ciberpunk… Las humanidades están en crisis: se abre una ventana de oportunidades y otra ventana de alienaciones inéditas.
En este contexto, el golpe contra el principio de autoridad cuestiona jerarquías injustas. Revisamos el canon de Harold Bloom. Seguimos la línea de estudios decoloniales y feministas. Reivindicamos, con Tillie Olsen, las adivinanzas. Esta sensibilidad, más allá de parodias de la corrección política, constituye un acto de justicia y enriquecimiento intelectual. Sin embargo, resulta difícil escaparse de las inercias, y el cuestionamiento del principio de autoridad se hace extensivo a casi cualquier principio menos a uno: libertad de comprar y vender, tráfico, me gusta. La red como gran biblioteca, ideal humanístico, muta en panel publicitario en el que todo se confunde con todo —Mezquita de Córdoba, sudaderas— y, en esta experiencia selvática —¿democrática?—, perdemos el hilo del criterio —parafraseo a Eco— para descubrir que la neutralidad del algoritmo encubre el mismo rostro de siempre: varón blanco, anglosajón, rico, conservador, confesional y sin habilidades sociales.
La ventilación del campo cultural se contamina con las miasmas de un capitalismo-bacteria resistente al antibiótico. Vivimos sobre ese filo sintetizando la tesis respecto al reverso oscuro de “lo normal” y del canon humanístico —el lenguaje del opresor, como decía Adrienne Rich— con la antítesis de lo mucho que necesitamos ese mismo lenguaje para abolir silencios y mantener conversaciones en el espacio público. Deberíamos descubrir a Luisa Carnés sin olvidar a Miguel Hernández. Igualmente, mientras se desarrollan nuevas maneras de leer vinculadas a los estímulos digitales, no convendría desaprovechar las habilidades con las que ya contamos: los modos de procesamiento de la información del patrimonio analógico. Lo que, para bien o para mal, somos.
No se trata de dejar de escuchar a Bach por haber sido un déspota —el ejemplo es de Tár—, sino de que no se reblandezca nuestra comprensión lectora, la lentitud, la memoria que nos permite establecer relaciones. Las humanidades están en crisis porque ha cambiado sustancialmente nuestra forma de relacionarnos con los textos. Nuestro compromiso. Otra vez, el capitalismo tecnológico perpetúa un concepto de cultura, demagógicamente enquistada en nociones reduccionistas del ocio y lo popular, que a su vez gentrifica los estilos haciendo de muchos libros el mismo. Lo universal se identifica con lo global; en este desplazamiento semántico la cultura se decolora como el centro de ciudades uniformadas por la globalización: en esta uniformización perdemos la destreza para “empinarnos” —la metáfora es de Ida Vitale— frente al texto intrépido, no familiar, que ensancha nuestra visión del mundo y nos hace experimentar placeres que a veces nacen de los discursos aparentemente opacos frente a esos otros discursos, aparentemente transparentes, en los que anidan huevos de escorpiones.
Los interlocutores en la conversación cultural hemos aceptado que quien paga manda. El oficio de escribir se convierte en práctica bufonesca, en la que se reconoce el miedo a perder un sitio —¿transformador?— y, paradójicamente, se hace fuerza para perderlo asumiendo que tu trabajo no vale para nada. ¿Cómo es posible que nos hayamos convencido de que nuestras palabras son humo y no tenemos ninguna responsabilidad? ¿Cómo es posible que nuestra satisfacción lectora se reduzca a ser el objeto de la seducción? Escribiendo, leyendo, construimos significado y realidad. En las aulas, lenguas, filosofía, humanidades ayudan a que no se seque esa capacidad de comprensión que nos permite reconocer, relacionar, criticar, metabolizar estratos y sedimentos de nuestra condición humana. De la cultura como cultivo.