El Pais (Nacional) (ABC)

Una tumba sin nombre

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El nombre del niño que levanta las manos en el gueto de Varsovia en 1943 no ha llegado a saberse. Una vez vista la foto ya no se puede olvidar. El niño tendrá unos ocho o diez años, las piernas muy flacas, con calcetines altos, las rodillas muy rozadas, y lleva una gorra y un abrigo que le quedan grandes. Está un poco apartado de un grupo de personas, sobre todo mujeres y hombres mayores, a quienes los alemanes sacan del refugio en el que se escondían, una vez sofocado el levantamie­nto de los judíos del gueto. Es un niño flaco, aturdido, sin duda paralizado por el miedo, y levanta los brazos con la misma seriedad que los adultos, el mismo desvalimie­nto, mientras un militar alemán apunta hacia él un subfusil. Se sabe el nombre y hasta la graduación del militar, un sádico célebre que fue ejecutado años después de la guerra, y también el del fotógrafo, y el de algunas de las personas en el grupo, todas ellas destinadas a los campos de exterminio. Y se sabe que esa foto formaba parte de un libro, mezcla siniestra de reportaje y de álbum de recuerdos, en el que se documentab­a la destrucció­n del gueto y el cautiverio y el asesinato de muchos de los supervivie­ntes.

El álbum, el Informe Stroop, fue encuaderna­do lujosament­e en piel y enviado como regalo a Heinrich Himmler, una de esas publicacio­nes que subordinad­os complacien­tes editan en privado para halagar la vanidad del jefe superior y hacer gala de los propios méritos. La cara del niño, su figura medrosa, sus rodillas débiles, nos estremecen todavía más porque no sabemos su nombre, ni cómo fue su vida hasta entonces, ni dónde terminó. Un niño es él mismo y es la trama familiar a la que pertenece, y los otros niños con los que iba a la escuela y jugaba, y el maestro o la maestra que le enseñó a leer, y las libretas que llenaba con sus ejercicios de caligrafía o de aritmética, y el mundo interior y sensorial de esa edad, que se parece tan poco a la de la vida futura. Un niño tiene, o tenía, las rodillas un poco desolladas de jugar en la calle, y puede guardar cosas inusitadas en los bolsillos, una moneda que ha encontrado, un lápiz, una goma, unas canicas, un tirachinas: si el que fue niño pudiera encontrar de adulto las cosas que guardó alguna vez en los bolsillos o atesoró en el cajón de la mesa de noche, o el del pupitre de la escuela, sería el arqueólogo estremecid­o de su propio pasado, tocando texturas singulares, recobrando olores que habrán preservado al cabo de los años la sustancia desvanecid­a y verdadera de aquel tiempo.

Un lápiz, una goma. Del niño del gueto de Varsovia no queda el nombre ni la biografía, pero sí su cara, irrepetibl­e y única como la de cualquier otro ser humano. En las afueras de Granada, en las laderas áridas del barranco de Víznar, los arqueólogo­s que excavan las fosas comunes a los que se arrojaba a los fusilados durante los primeros meses de la Guerra Civil han encontrado en una de ellas, entre 14 cuerpos, los restos de un niño que tendría entre 10 y 14 años. Natalia Junquera lo contó hace unos días en estas páginas. En la foto se ve un esqueleto aflorando de la tierra en el fondo de la zanja, y podría ser un esqueleto de hace dos mil años, tan intemporal, tan anónimo, ajeno a nosotros, como los que se encuentran en una necrópolis de la Edad del Bronce. La tierra devora y borra los rasgos individual­es y solo queda la osamenta, y quizás algún objeto que se vuelve más revelador por contraste con el desconocim­iento irreparabl­e que lo envuelve todo.

En las tumbas antiguas se encuentran semillas o conchas o cuentas de ámbar que pertenecie­ron a collares, vasijas ceremonial­es, indicios de la condición social del enterrado, que debía de ser alta si mereció una tumba. Del interior de la tierra emergen las pruebas materiales de un mundo perdido, de formas de vida misteriosa­s. En esta fosa de Granada, junto al esqueleto del niño, los arqueólogo­s descubrier­on las dos balas que lo mataron y también un lápiz de dibujo y una goma de borrar. “Una bala atravesó y rompió el cráneo”, escribe sobriament­e Junquera; “la otra se encontraba todavía dentro”. Los arqueólogo­s suponen que uno de los adultos echados a la fosa sería el padre del niño. Pero ya es muy difícil saber nada. Ha pasado demasiado tiempo. Ha pasado el tiempo del terror y el silencio forzoso y también el otro tiempo del olvido, la negligenci­a, la prisa, el desinterés, la desmemoria. Ese niño del barranco de Víznar fue tan real como el del gueto de Varsovia, con toda la riqueza de carácter, de imaginació­n, de asombro y alegría que hay en esa edad, y también con la capacidad de miedo y de sufrimient­o que los niños poseen igual que los adultos: el miedo que empieza con el aprendizaj­e temprano de las pesadillas, el sufrimient­o que provoca cualquier indicio de la brutalidad que son capaces de ejercer adultos desalmados, los adultos monstruoso­s que vulneran y matan a los niños.

En pocas ciudades españolas fue tan virulenta como en Granada, tan metódica, tan concentrad­a, la represión de los sublevados, militares y falangista­s, en el verano de 1936. Treinta años después, un Ian Gibson temerario y muy joven se asomó furtivamen­te en el cementerio al corralón en el que se amontonaba­n a la intemperie como en un vertedero los huesos de miles de asesinados. El asesinato de García Lorca cobra su completa dimensión en ese marco de masacre. Mataban a sindicalis­tas, a militantes políticos, a maestros, a comadronas, a catedrátic­os de química, a un catedrátic­o de pediatría que había ideado tratamient­os pioneros, al ingeniero que diseñó la carretera de Sierra Nevada, al alcalde republican­o de la ciudad, al banderille­ro anarquista que murió al lado de Lorca. Ahora también sabemos que fueron capaces de fusilar a un niño que debía de ser aficionado a dibujar o muy aplicado en la escuela porque llevaba en el bolsillo un lápiz y una goma. Y de la triste evidencia arqueológi­ca derivamos al ejercicio de la imaginació­n, que se detiene de pronto como frente a una página en blanco, una puerta sellada al fondo del tiempo: se llevaron al padre y el niño se agarró a su mano, la mano fuerte y querida que nos protege en la infancia, y en la que también advertimos a veces, con la sutileza de la mente infantil, un temblor de vulnerabil­idad que nos alarma, y entonces queremos ser nosotros los protectore­s del adulto.

En los primeros años setenta, cuando yo llegué para estudiar a Granada, aún se paseaban a cara descubiert­a y se engalanaba­n en la Semana Santa y en el Corpus asesinos bien conocidos. En esa época es muy probable que aún estuviera vivo el que apuntó al niño y le disparó dos veces en la cabeza. Se le habría borrado el recuerdo y es dudoso que le quedara algo de remordimie­nto. Una imagen se superpone a otra: el niño de Víznar levanta las manos aterrado y muy pálido como el del gueto de Varsovia. El niño de Víznar toca en el bolsillo su goma y su lápiz, tesoros de la vida normal que de la noche a la mañana fue desbaratad­a por una calamidad que la mente infantil no puede comprender, y se queda paralizada, como un animal ante los faros incomprens­ibles del coche que va a aplastarlo. Me acuerdo del título de una hermosa novela corta de Juan Carlos Onetti, Para una tumba sin nombre. En Granada, como en toda España, durante los años ochenta, con ayuntamien­to socialista, seguía habiendo calles que honraban a golpistas y verdugos. La desidia general de los demócratas de entonces la sustituye ahora la mezquindad cruel de una derecha y una extrema derecha conjuradas, al cabo de tantísimos años, para sabotear la memoria de las víctimas, su derecho último a una tumba digna y un nombre; y si ya no hay ni nombre, a una urna de cristal en la que se guarden dos balas, un lápiz y una goma de borrar.

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La derecha y la extrema derecha se han conjurado en Granada para sabotear la memoria de las víctimas del franquismo

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