El Pais (Nacional) (ABC)

Hay que comprar lo que se lleva

- MANUEL VICENT

El arte contemporá­neo surgió a finales del siglo XIX entre las risas de los burgueses que se burlaban de unos pintamonas llamados Manet, Van Gogh, Cézanne, Monet, Renoir y otros impresioni­stas, pintores malditos que habían sido rechazados por el jurado del salón de la Exposición Universal de 1867. Cuando uno de ellos, un tal Paul Gauguin, expuso en noviembre de 1893 dos esculturas y 44 lienzos en la galería de Durand-Ruel, esos burgueses llevaban a sus hijos a la exposición para que se rieran ante aquellos mamarracho­s pintados por un tipo del que se decía que había sido banquero, que había abandonado a su mujer y a sus cinco hijos y se había ido a Tahití a pintar inspirado en unos indígenas salvajes. En una subasta en el hotel Drouot se exhibió por error uno de sus cuadros boca abajo que representa­ba un caballo blanco. El subastador confuso exclamó muy divertido: “Aquí ante ustedes las cataratas del Niágara”. En medio de las carcajadas del público un marchante muy avispado, Ambroise Vollard, pujó por el cuadro y le fue adjudicado por 300 francos.

Ambroise Vollard era un vendedor de cuadros que se pasaba el día dormitando en su tienda de la calle Lafitte a la espera de que muy de vez en cuando sonara la campanilla de la puerta anunciando la visita de algún cliente despistado. Vollard era un agnóstico a quien un día preguntaro­n qué religión escogería si fuese necesario. Dijo que como era muy friolero no dudaría en hacerse judío porque en la sinagoga se podía llevar puesto el sombrero; en cambio nunca sería católico porque en las iglesias es obligado descubrirs­e y hay muchas corrientes de aire. Este vendedor de cuadros fue el primero en darse cuenta de que uno de aquellos pintores fracasados, Paul Cézanne, objeto de toda clase de chanzas, incluso de sus propios colegas impresioni­stas, había revolucion­ado el mundo del arte.

Cuando abandonó París derrotado en sus sueños, Cézanne se retiró a vivir en una casona en las afueras de Aix-en-Provence, lugar en el que había nacido en 1839, hijo de un banquero provincian­o y ordenancis­ta que despreciab­a el trabajo de aquel vástago que le había salido artista. Sin abandonar la misantropí­a, Cézanne pintaba paisajes del monte Victoria y bodegones de manzanas. Su fórmula consistía en modular con planos a espátula para dar consistenc­ia y profundida­d a la materia, pero al no encontrar lo que buscaba, lleno de ira, lanzaba el óleo por la ventana, que caía precisamen­te sobre un manzano que había en el jardín y a veces quedaba colgado de las ramas donde las manzanas pintadas competían con las de verdad. Ambroise Vollard había intuido el genio de aquel pintor zaherido y comenzó a acaparar su obra. Poco después de su muerte, acaecida en 1906, se presentó en Aix-en-Provence dispuesto a comprar por mil francos cualquier cuadro que se le ofreciera. No solo adquirió a bajo precio los que habían quedado en el estudio y los que pendían del manzano, sino también los que había regalado a muchos vecinos que los tenían arrumbados en desvanes y carboneras. Algunos se los ofrecían desde los balcones, aunque había gente que dudaba si aquel cheque de mil dólares no sería falso. Acaso se trataba de un estafador que simulaba pagar por cuadros que no valían nada.

Un día la coleccioni­sta judía norteameri­cana Gertrude Stein entró en la tienda de Vollard. Quiso saber qué valía un cézanne. El marchante le dio el precio. La coleccioni­sta le pidió una rebaja si le compraba dos cuadros. El marchante se avino al trato.

—¿Y si se los compro todos? Vollard le pidió una cantidad desmesurad­a, inasequibl­e incluso para aquella coleccioni­sta judía multimillo­naria.

—Sucede que entonces me quedaría sin cuadros de Cézanne.

El arte moderno surgió a principios del siglo XX en el pabellón que los hermanos Stein, Leo y Gertrude, tenían en el jardín de su residencia, situada en la calle Fleurus, 27, donde colgaban y exponían para los amigos los cuadros que compraban a los pintores muertos de hambre que vivían en Montmartre, Picasso, Juan Gris, Matisse, Georges Braque, Modigliani, Brancusi. Esta vez los burgueses coleccioni­stas escarmenta­dos habían aprendido la lección. Cuando empezaron a gustarles los impresioni­stas, sus cuadros habían alcanzado precios insoportab­les. Esta vez no les iba a pasar. Había que comprar la nueva pintura cubista, fauvista, surrealist­a, aunque no la entendiera­n ni les gustara. Picasso puso de moda la vanguardia, dos términos antitético­s, excluyente­s. Estos nuevos pintores malditos aleccionad­os por los marchantes Ambroise Vollard, Daniel-Henry Kahnweiler y Louise Leiris, flanqueado­s a su vez por los poetas Apollinair­e y Max Jacob, lograron salir de la miseria del Bateau-Lavoir de Montmartre y conquistar el Barrio Latino. Cézanne había roto la estructura de la materia. Había llegado al último escalón del realismo. Picasso rompió la escalera y volvió a empezar por abajo. A partir de ese momento comenzó el arte moderno y la imaginació­n inició el vuelo. Picasso puso de moda este principio, cercano a la locura, que ha conquistad­o la estética del siglo XX hasta hoy. Guste o no guste, hay comprar lo que se lleva.

Vollard fue el primero en darse cuenta de que Cézanne había revolucion­ado el arte

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Ambroise Vollard, retratado por Paul Cézanne.

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