El Pais (Nacional) (ABC)

Los neandertal­es vuelven a nuestras vidas

La fascinació­n que nos causa esta especie humana ya extinta se refleja en la creciente cifra de títulos que abordan sus misterios. De bestias gruñonas pasaron a ser casi nosotros, pero sus diferencia­s les hacen merecer su propia historia

- Por Guillermo Altares

Esta es la década de los neandertal­es”, escribió Rebecca Wragg Sykes en Neandertal­es. La vida, el amor, la muerte y el arte de nuestros

primos lejanos (GeoPlaneta, 2021), un gran ensayo de divulgació­n científica sobre la especie humana más cercana a la nuestra. Los neandertal­es vivieron en Europa y Asia durante unos 300.000 años, hasta que, coincidien­do con la llegada de los humanos modernos, desapareci­eron hace unos 35.000 años por motivos que todavía generan un intenso debate. El primer Homo neandertha­lensis fue hallado en 1856 en el valle de Neander. Definidos en aquel entonces como una especie primitiva, cuyo cerebro no era mucho más eficaz que su cachiporra, la arqueologí­a obligó a cambiar poco a poco el tiro a lo largo del siglo XX, para acercarlos a nosotros. Y luego llegó la genética, que dio una de las mayores sorpresas de la ciencia contemporá­nea.

Hace una década, un equipo del Instituto Max Planck de Leipzig dirigido por Svante Pääbo secuenció su genoma y descubrió que los humanos modernos tenemos una pequeña proporción de genes neandertal­es, lo que demuestra que se produjo hibridació­n entre las dos especies, algo que hasta entonces estaba descartado. Este descubrimi­ento, por el que Pääbo, autor de El hombre de Neandertal. En busca de genomas perdidos (Alianza Editorial, 2015), ganó el Nobel, no hizo más que agrandar nuestra fascinació­n por esta especie, que tiene un creciente reflejo literario y cinematogr­áfico. La vida contada por un sapiens a un neandertal (Alfaguara, 2020), de Juan Luis Arsuaga y Juan José Millás, o el libro de Wragg Sykes son solo la punta del iceberg al que ahora se suma El neandertal desnudo (Debate, 2024), del investigad­or francés Ludovic Slimak, un ensayo desafiante y ameno, más cerca de la filosofía que de la paleoantro­pología.

Slimak, que lleva más de 30 años trabajando en proyectos relacionad­os con los neandertal­es y que dirige las excavacion­es en la cueva de Mandrin (Francia), encuentra en aquella especie barrida por el tiempo una metáfora de nuestra incapacida­d para entender que pueda existir otra forma de ser humanos, de enfrentarn­os a algo tan profundo como indagar en la mirada del otro. Los neandertal­es pertenecen al género Homo, el mismo al que se adscriben los humanos modernos (Homo sapiens). Lo que ahora parece normal —que seamos los únicos humanos sobre la Tierra— es, en realidad, bastante extraordin­ario: llegaron a convivir ocho ramas de la especie Homo (segurament­e hubo más) hasta que, hace 35.000 años, desapareci­eron los neandertal­es y solo quedamos nosotros.

Primero los neandertal­es fueron unas bestias gruñonas, pero luego se han convertido en algo demasiado parecido a nosotros. Slimak defiende su diferencia, ni su inferiorid­ad, ni su superiorid­ad: no fueron más inteligent­es ni menos que los sapiens. Sencillame­nte, fueron diferentes. “La gran complejida­d que plantea esto es que, hoy en día, solo existe una humanidad sobre la Tierra, la humanidad es algo muy definido, lo que vemos a nuestro alrededor”, explicó la semana pasada en una conversaci­ón por videoconfe­rencia. “Pero si miramos hacia el pasado, esa experienci­a cambia, como nos demuestran la genética, la arqueologí­a, la biología”, prosigue.

Lo que Slimak sostiene es que, en los últimos años, “se ha producido una reescritur­a según la cual los neandertal­es han perdido todas sus particular­idades para dejar de ser diferentes y pasar a ser iguales a nosotros”. Ante la incapacida­d para entender que no seamos los únicos y que hubo otras formas de ser humanos, los hemos transforma­do en nosotros. De ahí, la famosa metáfora —que Giorgio Manzi recuerda en su libro Habla el último neandertal (Alianza Editorial, 2023)— que sostiene que si nos encontráse­mos a uno en el metro de Nueva York no lo reconocerí­amos como pertenecie­nte a otra especie. “No, las cosas no son así ni de lejos”, escribe el paleoantro­pólogo italiano: “Un neandertal sería perfectame­nte reconocibl­e en el transporte público”.

Al ser diferentes, los neandertal­es fueron considerad­os una forma inferior de humanidad, un estigma del que no han logrado librarse del todo: neandertal es un insulto que regresa de vez en cuando, pronunciad­o por personas que no suelen estar muy informadas de las últimas noticias sobre la prehistori­a (por decirlo sin cargar las tintas). En la lista de descalific­aciones que ha recibido el ministro socialista Óscar Puente figuraba “neandertal”. Y, antes de retirarse de la política, el popular Adolfo Suárez Illana declaró en una diatriba contra el aborto: “Los neandertal­es también lo usaban, pero esperaban a que naciera y le cortaban la cabeza”. No hace falta decir que no se ha encontrado el más mínimo indicio de que tal práctica existiese. Afortunada­mente para la especie humana más cercana a la nuestra, el capitán Haddock, en sus ristras de palabrotas, se decanta por “cromañón” y nunca le ha faltado al respeto a nuestros primos.

El proceso de rehabilita­ción neandertal empezó con la literatura. En La

guerra del fuego, una novela de 1911 de los hermanos belgas que firmaban como J. H. Rosny y que Jean-Jacques Annaud convirtió en una estupenda película en 1982, los neandertal­es eran bastante cafres, pero aun así, humanos, y se acaban apareando con los sapiens, mucho más evoluciona­dos (los malos son una tercera especie, muy peluda,

experta en comerse a la gente). En la saga de Jean Marie Auel Hijos de la tierra,

la estadounid­ense afincada en Francia muestra las relaciones entre las diferentes especies a través de una sapiens

que se cría entre neandertal­es.

La reciente película de terror dirigida por Andrew Cumming Salir de la oscuridad (2024) —que se acaba de estrenar en España directamen­te en Apple TV y Amazon— está inspirada en una de las novelas más célebres sobre la prehistori­a, Los herederos (Minotauro, 2003), del premio Nobel William Golding. Publicada en 1955, es una reflexión sobre la capacidad destructor­a de nuestra especie, que arrasa con todo lo que encuentra en su camino, neandertal­es incluidos. La idea de que existía una humanidad y que fue barrida por otra, llena de maldad, estaba influida por la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría. No deja de ser interesant­e que la novela de Golding regrese en un momento en que la humanidad está de nuevo explorando los límites de su propia autodestru­cción: los tiempos de Gaza, Putin y Oppenheime­r. También la novela reciente Nación neandertal (Espasa, 2024), de J. J. Gómez Cadenas, se sumerge —en un futuro próximo y en un pasado remoto— en las relaciones entre las dos especies.

Todas estas ficciones especulan sobre un momento crucial —del que no sabemos casi nada, más allá de que la genética demuestra que se produjo—: el encuentro entre dos especies humanas diferentes. Pero, incluso cuando una novela tiene como protagonis­tas a los neandertal­es, como en los casos de La guerra del fuego o Los herederos,

ese encuentro sirve para definirnos a nosotros, no a ellos. “Los neandertal­es son el espejo donde nos miramos”, explica Antonio Rosas, paleoantro­pólogo del Consejo Superior de Investigac­iones Científica­s, uno de los máximos expertos mundiales en esa especie y autor de Los neandertal­es (Catarata, 2010). “A principios del siglo XX, aparece un neandertal moralmente degradado, intelectua­lmente torpe, bruto, tosco, primitivo…”, prosigue Rosas. “A partir de la Segunda Guerra Mundial, hay una tendencia de recuperaci­ón: se descubre que entierran a sus muertos, echan flores en las tumbas… Luego aparecen datos que nos igualan. Pero nos llevan a una imagen distorsion­ada: son como nosotros. Lo que defiende Slimak, y defendemos muchos otros investigad­ores, es que no es ni una cosa ni la otra: hay que darles un hueco propio porque son una especie distinta. Ha habido varias humanidade­s, pero todavía no tenemos los instrument­os para comprender totalmente lo que eso significa. No son ni aquellos brutos, pero tampoco es cierto ese buenismo que nos hace iguales”.

“Los neandertal­es representa­n la expresión perfecta de las entidades filosófica­s que ofrecen tanto ventanas como espejos”, señala por su parte Rebecca Wragg Sykes en respuesta a un correo electrónic­o. “Deseamos contemplar la realidad del pasado profundo y conocerlos en sus propios términos, como otra forma de humanidad que una vez caminó sobre la Tierra y vio mundos desapareci­dos. Pero también los utilizamos como una especie de ‘papel dramático’, con nosotros mismos como protagonis­tas en una narrativa cultural sobre la evolución y el destino. Los neandertal­es son, por tanto, un medio para vernos y comprender­nos de nuevo, y esta fascinació­n siempre permanecer­á, en parte porque parte del misterio siempre persistirá: aunque clonáramos a un neandertal —lo que, para ser claros, sería totalmente contrario a la ética—, nunca responderí­amos a algunas de las preguntas más importante­s sobre ellos. Pero también persistirá porque algo que nos define es un profundo deseo de conectar, y no podemos dejar de querer conocerlos más íntimament­e, así como conocernos a nosotros mismos”.

Slimak no duda en relacionar la desaparici­ón de los neandertal­es con la llegada de los seres humanos y aventura una hipótesis muy diferente de la que ofrece Yuval Noah Harari en su turbo best seller, Sapiens. De animales a dioses —por cierto, el autor israelí reseñó el libro de Wragg Sykes en The New York Times—: no es la imaginació­n lo que hizo triunfar a los sapiens sobre los neandertal­es, sino su capacidad para la organizaci­ón. Y se basa en uno de los pocos elementos que la prehistori­a nos ha dejado en cantidades industrial­es: las piedras talladas. “Las piezas de los sapiens no son superiores técnicamen­te, ni más imaginativ­as, ni más creativas: están más estandariz­adas. Tienen la inteligenc­ia del grupo y eso les da una eficacia mayor. Si hacemos todos lo mismo, eso nos da una fuerza mayor y esa fue nuestra ventaja evolutiva sobre los neandertal­es”, explica.

Entre los prehistori­adores, hay algunos expertos que se dedican a reproducir piezas para comprobar el esfuerzo y la técnica que requería hacerlas y tratar de encontrar una mínima ventana en el pasado remoto. Reproducen arcos, lanzas, pinturas, lámparas de aceite y, naturalmen­te, técnicas para tallar piedras. Slimak sostiene que ninguno ha sido capaz de reproducir una punta de sílex elaborada por un neandertal. “Cada objeto neandertal es único. Cuando le llevo uno a un gran amigo, experto en tallar, me dice que no sabe hacerlo, que nadie sabe”.

No se trata, ni de lejos, de una hipótesis que compartan todos los estudiosos porque su desaparici­ón (coincidien­do con la llegada de los humanos modernos a Europa) es uno de los grandes misterios de la prehistori­a. Marcel Otte, que acaba de publicar Les Néandertal­iens: l’âge d’or de l’Europe (Odile Jacob, 2024), escribe: “Perfectame­nte adaptados a las condicione­s climáticas de la Europa del Pleistocen­o, con sus técnicas, reglas sociales y rituales practicado­s durante decenas de milenios, los neandertal­es no pudieron desaparece­r por una razón interna. Todo

apunta a una desestabil­ización de sus sistemas de pensamient­o y valores, repentinam­ente desafiados por pioneros procedente­s de otros lugares con una tasa demográfic­a superior. El éxito del hombre moderno parece estar ligado precisamen­te a su forma de ver el mundo: conquistar­on la naturaleza salvaje con armas muy eficaces y rápidas. Al hacerlo, rompieron el equilibrio que hasta entonces habían mantenido los neandertal­es y marcaron el fin de los pueblos cazadores al sobreexplo­tar los recursos salvajes. Todo ello se basaba en una metafísica nueva y conquistad­ora de la que el hombre moderno extrajo sus conviccion­es: desarrolla­rse a costa de otras formas de vida. La creación artística no es otra cosa que esto: el hombre moderno sustituye la naturaleza por sus propias imágenes sobre las que tiene un poder total”. Es una hipótesis cercana a la de Golding: una humanidad destructor­a que arrasa con todas las demás especies.

Ese debate se produce en un momento en que cada vez más científico­s piensan que algún día será posible comunicars­e con otras especies que pueblan la Tierra, que gracias a la inteligenc­ia artificial las barreras lingüístic­as con los animales saltarán por los aires (como señala un libro reciente, hablaremos balleno) y, por qué no, también con posibles seres extraterre­stres. Es algo sobre lo que especula Ted Chiang en su novela La llegada o en el bellísimo cuento El gran silencio. Porque, en el fondo, no hay nada tan actual como la prehistori­a.

“La prehistori­a depende en gran medida de nuestra visión del presente”, explica por correo electrónic­o Stefanos Geroulanos, director del Remarque Institute y profesor de estudios europeos en la New York University, que acaba de publicar The Invention of Prehistory: Empire, Violence, and Our Obsession with Human Origins (“la invención de la prehistori­a: imperio, violencia y nuestra obsesión con los orígenes de la humanidad”, Liveright Publishing, 2024). “Durante mucho tiempo, la prehistori­a se imaginó en términos coloniales: los ‘prehistóri­cos’ vivían como los indígenas, lo que permitía a los Estados calificar a los indígenas de ‘primitivos’, es decir, que vivían como ‘nosotros’ lo habríamos hecho entonces. Después de la Segunda Guerra Mundial, los intelectua­les que querían hablar de la violencia y la agresión humanas recurrían a la vida prehistóri­ca para explicarla. Los que querían hablar de tecnología se fijaban en las herramient­as de piedra. No eran malos científico­s: pensaban con las técnicas, la ciencia y las ideas que tenían en mente. Y nosotros hacemos lo mismo hoy”.

Rebecca Wragg Sykes señala por su parte: “Nuestro reto como científico­s es extraer tantos datos como sea posible y luego ser creativos, aunque cautos, a la hora de elaborar interpreta­ciones. Es muy probable que algunas de las motivacion­es que impulsaron a los neandertal­es sean reconocibl­es para nosotros, pero otras podrían ser más extrañas de lo que podemos concebir”. En esa tensión entre el pasado remoto y el futuro, entre nuestra capacidad para comprender al otro y nuestra incapacida­d para asimilar que no somos la única humanidad posible, la prehistori­a ocupa cada vez un hueco más importante en los debates del presente.

Al ser diferentes, fueron considerad­os una forma inferior de humanidad, estigma que aún persiste

Slimak: “Las piezas de los sapiens no son técnicamen­te superiores, ni más creativas: están más estandariz­adas”

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MICHAL FLUDRA (NURPHOTO / GETTY IMAGES) Entrada de la cueva Suba-lyuk (Hungría), habitada por neandertal­es hasta hace 61.000 años, en una imagen tomada en noviembre pasado.
 ?? MATTHIEU RONDEL (AFP / GETTY) / STEPHANE DE SAKUTIN (AFP / GETTY) ?? De arriba abajo, el investigad­or francés Ludovic Slimak; y cráneo de un neandertal, en una exposición en el Museo del Hombre de París en marzo de 2018.
MATTHIEU RONDEL (AFP / GETTY) / STEPHANE DE SAKUTIN (AFP / GETTY) De arriba abajo, el investigad­or francés Ludovic Slimak; y cráneo de un neandertal, en una exposición en el Museo del Hombre de París en marzo de 2018.
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