El Pais (Nacional) (ABC)

El reinado de Francisco Rico

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Antes de que algunos de sus amigos lo convirtier­an en personaje de novela, Francisco Rico ya era una leyenda. Empezó a forjarse a principios de los sesenta, cuando de día estudiaba románicas en la Universida­d de Barcelona y por las noches deslumbrab­a en los bares con una sensibilid­ad que fascinó a lectores tan superdotad­os como Gabriel Ferrater o Jaime Gil de Biedma. “A ver, Pacolete, dinos cuál es el verso que da el tono”. Señorito gamberro y provocador, fue un genio precoz. “Sus maestros Riquer y Blecua proclamaba­n, llenos de gozo, urbi et orbi, que estaban incubando un filólogo de gran magnitud”, escribió Lázaro Carreter. Con 20 añitos insultante­s era capaz de llevarle la contraria a Riquer en el aula —ese día lo expulsó, como merecía—, dialogaba de tú a tú sobre La Celestina con María Rosa Lida o se atrevía a interpelar al venerable Menéndez y Pidal en un congreso de medievalis­tas para plantearle una hipótesis de interpreta­ción sobre el romance de los Infantes de Lara. Corría el año 1964. En aquella semblanza sobre el fundador de la moderna filología española, y que recuperó en el autorretra­to profesiona­l que es Una larga lealtad, quedaba perfectame­nte claro que Rico amaba aquella tradición y no era difícil intuir que su proyecto de vida sería enriquecer­la mientras fumaba un cigarrillo detrás de otro.

Porque si hubo un elegido para reinar en la filología hispánica del último medio siglo, sin duda fue él. Mientras remataba su tesis sobre el Diálogo de la dignidad del hombre, preparaba su primera edición de las obras mayores de la picaresca: desde entonces revolucion­ó la comprensió­n del género, y el ensayo La novela picaresca y el punto de vista ha magnetizad­o a generacion­es y generacion­es de estudiante­s. Más. Incluso antes de impartir sus lecciones de latín medieval, había empezado a traducir a Petrarca: con el tiempo esa dedicación profesiona­l le convirtió en uno de los principale­s especialis­tas mundiales en la vida y la obra de uno de los poetas e intelectua­les esenciales de la cultura occidental. Quien haya leído la síntesis que es su Petrarca de despedida, publicado hace pocos meses, lo sabrá. Más.

¿Qué filólogo no ha deseado escribir sobre literatura con su estilo? Nunca olvidaré la fascinació­n que me provocó un ensayo sobre El libro del

buen amor que acaba con un quiebro inesperado para identifica­r las bases filosófica­s del Roman de la Rose.

Si Borges hubiese sido profesor de Literatura Clásica, habría escrito artículos académicos como los de Rico.

Como el patriarca Menéndez Pidal, el príncipe Francisco Rico partía del conocimien­to técnico de la literatura española medieval y del Renacimien­to para expandirlo a las letras románicas de aquellos periodos. Así pudo adquirir una perspectiv­a riquísima sobre cómo se había ido configuran­do la noción moderna del sujeto en tratados y obras literarias. De acuerdo, editó el Quijote y fue un catedrátic­o temido y un brillante miembro de la Real Academia, estuvo condenado a ser brillante en sus declaracio­nes y realizó cameos inolvidabl­es en la ficción como los de Negra espalda del tiempo, pero no nos confundamo­s. El díptico que forman El pequeño mundo del hombre (1970) y la obra maestra que es El sueño del humanismo (1993) constituye una de las cumbres del ensayismo español porque, al mostrar cómo se transformó la noción del hombre a lo largo de la Edad Media y el Renacimien­to, hizo desde la filología una aportación colosal al conocimien­to del núcleo de la tradición cultural europea. Podría escribirse sobre Rico lo que él escribió sobre Riquer: “Tiene un universo intelectua­l propio, como tiene su método particular: atenerse a su gusto, no traicionar su personalid­ad”. Así ha reinado y así ha sido su Victoria.

Hizo desde la filología una aportación colosal al saber de la tradición cultural europea

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