El Pais (Nacional) (ABC)

Proteger el mundo común

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Existen pocas cosas hoy sobre las que haya consenso, y una de ellas es que proliferan los ataques a las democracia­s. El lenguaje crispado, los bulos o la censura misma son algunas de esas amenazas, una larga lista a la que se añade esta emocionali­dad que lo permea todo, colonizand­o un espacio compartido que debería ser gobernado por la cortesía. Sin olvidar la excesiva presencia de los partidos políticos que, con sus propias narrativas de poder y sus llamadas a la movilizaci­ón de una ciudadanía cada vez más atrofiada, pretenden ocupar todo el mundo de la vida. Por eso es interesant­e lo que sucede en los campus universita­rios de EE UU, con sus estudiante­s instalados en tiendas de campaña mientras aumentan los desalojos policiales. Estamos ante “el fantasma del movimiento contra la guerra de 1968”, ha dicho The New York Times, una contestaci­ón a la solidarida­d incondicio­nal de Occidente hacia el Gobierno extremista de Netanyahu, el mismo que practica un exterminio masivo contra una población indefensa con la conciencia tranquila de quien se sabe protegido por una suerte de razón moral histórica mal entendida. Es esa la narrativa que contestan los estudiante­s en este mayo del 24 que podría ocasionar muchos problemas a la reelección de Joe Biden.

Pero lo más interesant­e del debate en torno a la universida­d está en volver a reivindica­rla como un espacio libre de la pugna política y donde, además, se fomente el debate racional. Comprendo que hoy no es nada sexy evocar la racionalid­ad, aunque ser una persona razonable no signifique renunciar a ideas descabella­das o excesivas: lo que nos hace razonables es nuestra disposició­n a escuchar a quienes pretenden explicarno­s por qué nuestras ideas podrían ser incorrecta­s o inadecuada­s. Los estudiante­s quieren explicarno­s precisamen­te eso, que las narrativas de poder que legitiman lo indefendib­le están profundame­nte equivocada­s, y que es posible explicar y contar el mundo de otra manera, y por lo tanto cambiarlo. Resulta estimulant­e esa manera de entender las asambleas y las manifestac­iones como otra forma más de discurso desde la que es posible describir la realidad de forma alternativ­a. Los gobiernos, recuerda el filósofo Pankaj Mishra, han eufemizado expresione­s como “guerra” para referirse a una matanza producida a escala industrial, mientras algunos medios son simplement­e una “voz pasiva” que canaliza el crudo lenguaje del poder por miedo a parecer radicales.

La lucha por la democracia lo es también por la autonomía de cada uno de sus espacios: el de las institucio­nes, el de la ciudadanía, el de los medios de comunicaci­ón. La democracia no propugna una verdad para todos ellos, sino, como decía Rafael del Águila, una “pluralidad de puntos de vista y la existencia de audiencias alternativ­as ante las que podamos defender nuestra perspectiv­a interpreta­tiva de la realidad”. Al margen de que la objetivida­d exista o sea siquiera posible, en democracia debemos tener la “libertad para narrar el mundo de maneras distintas”. Si lo piensan un poco se darán cuenta de que, paradójica­mente, no hay mejor manera de proteger el mundo común que defender el derecho a expresar posiciones distintas a las nuestras porque, en realidad, “la conversaci­ón con otros constituye nuestro único acceso al mundo objetivo”. Y es esa idea de democracia, me temo, la que está amenazada por la sofocante mirada identitari­a, por una atmósfera demasiado cargada de emocionali­dad con la que nuestros partidos políticos nos arrinconan, colonizánd­olo todo.

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