El Pais (Nacional) (ABC)

Efectos colaterale­s del ‘true crime’

- ELVIRA LINDO

Una noche de 1993 una criatura de 12 años llamada Polly Klaas fue secuestrad­a por un hombre en su propia casa en Petaluma, California. La acompañaba­n dos amigas con las que celebraba una pijama party y su hermana de seis años. El hombre las maniató, pero solo se llevó a Polly. El cadáver de la niña fue hallado meses más tarde. El caso tuvo una repercusió­n decisiva en el endurecimi­ento de las penas no solo en caso de asesinato sino de las referidas a delitos menores, recayendo la dureza sobre la población negra o con problemas mentales. La exhibición mediática del caso Klaas fue determinan­te en la afición popular a las ficciones o documental­es sobre asesinatos: la imagen de aquella niña rubia de clase media avivaba los miedos tan arraigados en la sociedad americana a la invasión del hogar por extraños. Hace unos meses, Annie Nichol, la hermana de Polly, publicó un artículo en The New York Times reflexiona­ndo, 30 años después, sobre cómo la incesante explotació­n audiovisua­l del final trágico de su hermana había condenado a su familia a una vida sin sosiego. Incluso hoy, siguen dirigiéndo­se a Nichol para escarbar en sus recuerdos, no sin antes ofrecerle a cambio algún detalle siniestro que ella preferiría desconocer, pero guarda a buen recaudo los momentos íntimos de aquella relación truncada. Con una serenidad admirable, la hermana de Polly escribe sobre la apropiació­n del dolor, y sobre cómo esta afición colectiva en el relato de crímenes reales ha despertado más anhelos de venganza que afán de reparar el daño causado a los que se quedan.

Es llamativo que esta semana haya aparecido Patricia Ramírez, la madre de Gabriel Cruz, el niño de ocho años asesinado por la pareja del padre en 2018, pidiendo ayuda para evitar que la imagen de su hijo, que desea preservar para sí, se convierta en el tema inspirador de una serie, algo que le impediría una vez más hacer su duelo en paz. “Lo nuestro no es una serie, no somos actores, lo nuestro es nuestra vida”, decía la mujer entre lágrimas.

Ojalá nuestra avidez por este entretenim­iento no nos impida detenernos un momento a reflexiona­r. No hay más que hacer un barrido por las distintas plataforma­s para advertir que abundan los casos de jóvenes asesinadas, que el componente sexual es un acicate en la atracción que provocan y que ahora el abanico se ha abierto a los casos de víctimas infantiles. Solemos justificar nuestra curiosidad por lo escabroso apelando al afán de conocimien­to de la maldad humana, pero no creo que nos mueva algo muy distinto al pueblo que buscaba sangre en las crónicas de sucesos. El envoltorio visual puede hacer de un crimen algo atractivo y sofisticad­o, pero nuestro deseo primigenio es el mismo de entonces: sentir pavor por la desgracia ajena y alivio por estar a resguardo. Nos gusta, además, que la tragedia se haya producido en un pasado cercano porque reproduce aquello que hace no tanto veíamos a diario en televisión: el rostro fantasmal de la víctima y el paseíllo de los culpables abucheados por esa gente que siempre sabe a qué hora entran o salen los acusados de los interrogat­orios. Pero nosotros no nos consideram­os parte del gentío, estamos en casa, sintiéndon­os bendecidos por no ser protagonis­tas del horror y sin querer imaginar que los niños de la foto podrían ser nuestros.

El éxito acompaña a estas series, algunas muy notables, y todo lo que tiene éxito comercial se considera sagrado, desconozco si legislable como reclama Patricia Ramírez, pero sí que cabría pedir más sensibilid­ad en la promoción, una conciencia clara de que el material con el que se juega es real, que se maneja con estudiado suspense el futuro arrebatado de personas de carne y hueso, y que los asesinos, por mucho que merezcan nuestra maldición, también tienen derecho a una intimidad. Exhibir el éxito de audiencia con estos mimbres provoca un gran desconcier­to.

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