Portugal deja de ser un problema.
El país ha logrado sanear sus cuentas a costa de sacrificar los servicios públicos y las inversiones del Estado
Diez años después de la marcha de los hombres de negro, aquellos gestores internacionales de la troika (Comisión Europea, FMI y BCE) que sanearon las cuentas portuguesas con más machete que bisturí, Portugal emerge como el alumno más diligente del sur de Europa. En 2023 logró, por vez primera, que la deuda pública bajase del 100% del PIB (se situó en el 98,7%) y contabilizó un superávit presupuestario histórico, el más alto desde la caída de la dictadura en 1974.
Portugal e Irlanda son los únicos miembros del antiguo club de los denostados PIGS (Portugal, Italia, Grecia y España) que han situado su deuda pública por debajo de los niveles anteriores a la Gran Recesión. La economía vive un momento dorado gracias a las exportaciones, con el turismo batiendo récords. El año 2023 fue el mejor de la historia, con más de 30 millones de visitantes y 25.000 millones de euros en ingresos. El paro sigue en registros bajos, con una tasa del 6,5% en marzo. Y la inflación ha desacelerado más rápido que en países como Alemania, Francia, Países Bajos, España o Grecia, y se sitúa en el 2,29%. En contrapartida, el país sufre una grave crisis de vivienda, con precios disparados y fuera del alcance de los bajos sueldos de Portugal, donde el salario medio en 2023 fue de 1.505 euros, frente a los 2.128 euros de España.
La intervención internacional salvó al país de la quiebra con un rescate de 78.000 millones de euros (el tercero solicitado en el medio siglo de democracia), pero exigió medidas que hundieron la vida de numerosas personas que perdieron casas y empleos. En los tres años del programa de ajuste (2011-2014) se destruyeron más de 330.000 puestos de trabajo y desaparecieron 90.000 empresas. El paro se disparó entre los jóvenes y llegó al 42%. La única salida que muchos encontraron fue el viejo camino de la emigración. Pero si en los años de dictadura se iban trabajadores con poca formación, en el siglo XXI partieron licenciados universitarios con idiomas y profesionales cualificados. Una pérdida en muchos casos irreversible para el país que les había formado y que se ha traducido en un seísmo demográfico, que condiciona la economía y la sociedad del presente.
Entre 2008 y 2015 abandonaron el país un millón de personas, según el sociólogo de la Universidad de Coimbra Pedro Góis. La sangría registrada entre 2011 y 2021 fue tan extrema como la de los años sesenta del siglo XX. Si entonces la población retrocedió un 2,54%, ahora se ha perdido un 2,1%. El impacto es claro: Portugal es el tercer país del mundo con mayor tasa de envejecimiento de la población.
Además del legado demográfico, la troika dejó la digestión a medio hacer cuando se fue en 2014. Los profesores siguen sin tener reconocidos todos sus años de servicio y los empleados públicos sobrellevan aún restricciones impuestas en aquellos días. Tras llegar al poder en 2015 gracias a una moción de censura apoyada por toda la izquierda, el primer ministro socialista António Costa revirtió algunas medidas crudas impuestas durante los días de austeridad, como el recorte de pensiones, recuperación de salarios y otros derechos suprimidos.
Sin embargo, en sus casi nueve años de gobierno, Costa se ha caracterizado por el afán de contener el gasto público para mantener siempre “as contas certas” (las cuentas equilibradas) y cumplir con las exigencias comunitarias. Durante sus sucesivos gobiernos, el férreo control presupuestario para combatir la deuda y el déficit reforzó el poder del Ministerio de Finanzas, que cada año retenía partidas de gasto reconocidas a los demás ministerios. Este control centralizado solo ha desaparecido en este ejercicio.
Este rigor presupuestario, que solo se rompió durante la pandemia para hacer frente a los gastos extraordinarios, ha mejorado la imagen del país, bien valorado ahora tanto por las agencias internacionales de rating como por las instituciones comunitarias. Pero “la obsesión por los superávits presupuestarios”, en palabras del politólogo del Instituto Universitario de Lisboa André Freire, en un artículo en Público, “ha erosionado el poder de compra de las clases medias y la calidad de los servicios públicos”.
La economía va bien, pero la crisis de la vivienda es grave, con precios desorbitados para sueldos bajos