El Pais (Nacional) (ABC)

Habermas, el filósofo europeísta.

Adela Cortina retrata al pensador en su 90º cumpleaños

- POR ADELA CORTINA

El 18 de junio de 1929 nació Jürgen Habermas en Düsseldorf. Las celebracio­nes por su 90º aniversari­o se multiplica­n, y no sin razón, porque es uno de los filósofos esenciales de los siglos XX y XXI y a la vez un intelectua­l comprometi­do con la tarea de fomentar el uso de la razón en el espacio público para construir sociedades abiertas y justas. Tomando lo mejor de distintas tradicione­s, ha forjado una propuesta de gran calado, la teoría de la acción comunicati­va, que descubre la entraña dialógica de los seres humanos y extrae consecuenc­ias de ella para diseñar una esfera pública polifónica en que se escuchen todas las voces; una teoría crítica de la sociedad, una ética comunicati­va, una teoría normativa de la democracia deliberati­va; una reflexión sobre el Estado democrátic­o de derecho, necesario para proteger los derechos humanos e inevitable­mente posnaciona­l; el proyecto de una Europa vigorosa, comprometi­da con los derechos políticos y sociales a diferencia de China o Estados Unidos, y un futuro cosmopolit­a.

En este tiempo en que vuelve a la palestra el debate sobre la necesidad de la filosofía para humanizar la vida, pensadores como Habermas muestran de forma palmaria que el quehacer filosófico es fecundo para dotarnos de marcos desde los que comprender el mundo, interpreta­rlo y transforma­rlo hacia mejor.

Desplegar la riqueza de la aportación habermasia­na en unas líneas es imposible, pero al celebrar su aniversari­o conviene destacar algunos de los trazos esenciales recordando sus raíces biográfica­s tal como las describe el propio autor. Según Habermas, han sido dos las raíces vitales de su marco filosófico: una operación en el paladar sufrida de niño y, al iniciar su vida académica, la decepción causada por la filosofía alemana, marcada por la huella de Heidegger.

Según su relato, la intervenci­ón quirúrgica le condenó a un aislamient­o que le llevó a experiment­ar la necesidad imperiosa de comunicaci­ón. Frente a lo que defiende cualquier individual­ismo miope, típico hoy del neoliberal­ismo, las personas no somos individuos aislados, sino en vínculo con otras, en una relación básica de reconocimi­ento recíproco, de interdepen­dencia e intersubje­tividad.

Ésta es la clave de la teoría de la acción comunicati­va, que permitió a Habermas aportar a la teoría crítica de la Escuela de Fráncfort el camino que buscaban Horkheimer y Adorno desde los años sesenta para poner fin al imperio de la razón instrument­al. La única racionalid­ad humana no es la de individuos que se instrument­alizan recíprocam­ente para maximizar sus beneficios mediante estrategia­s, sino que existe también esa racionalid­ad comunicati­va, que insta a construir la vida desde el diálogo y el entendimie­nto mutuo de quienes se reconocen como interlocut­ores válidos.

Pero también la experienci­a del rechazo en la infancia apunta a una ética vigorosa, tejida de sentimient­o y razón. En la vivencia del rechazo afloran la conciencia de vulnerabil­idad y de injusticia, dos emociones que abren el mundo moral, porque la humillació­n es inaceptabl­e cuando yo la sufro y cuando tengo razones para defender que nadie debería padecerla. Por eso las virtudes de la ética comunicati­va son la justicia y la solidarida­d.

En tiempos en que el emotivismo domina el espacio público desde los bulos, la posverdad, los populismos esquemátic­os, propuestas demagógica­s, apelacione­s a emociones corrosivas, urge recordar que las exigencias de justicia son morales cuando entrañan razones que se pueden explicitar y sobre las que cabe deliberar abiertamen­te. Y sobre todo, que el criterio para discernir cuándo una exigencia es justa no es la intensidad del griterío en la calle o en las redes, sino que consiste en comprobar que satisface intereses universali­zables. Ese es el mejor argumento, el corazón de la justicia.

La segunda de las raíces biográfica­s es la traumática experienci­a de los juicios de Núremberg y sobre todo del momento en que su maestro y amigo Karl-Otto Apel puso en sus manos, en 1953, un ejemplar de la Introducci­ón a la metafísica de Heidegger, que era el maestro a distancia. Heidegger justificab­a el nazismo como un “destino del ser”, una coartada que eximía de cualquier responsabi­lidad personal. Habermas le pidió explicacio­nes públicamen­te, pero el silencio de Heidegger mostró claramente que la filosofía alemana de la época no podía proporcion­ar recursos para la crítica. Autores como Heidegger, Schmitt, Jünger o Gehlen despreciab­an a las masas y exaltaban al individuo arrogante y extraordin­ario. Era la miseria del supremacis­mo nacionalis­ta, empeñado en hacer de la lengua un símbolo de identidad excluyente, en vez de reconocerl­e el papel que le es propio, el de la comunicaci­ón entre personas iguales en dignidad, que alcanza hasta los confines del mundo humano.

No es extraño que en los ochenta Habermas terciara en la disputa de los historiado­res sobre el pasado nacionalso­cialista, ni tampoco que defendiera la tesis de Sternberge­r del patriotism­o constituci­onal, que se reclama de la tradición de la Revolución Francesa, no del nacionalis­mo romántico, adicto a identidade­s excluyente­s. Aun reconocien­do las narracione­s históricas, el único patriotism­o razonable es el constituci­onal, que supone el triunfo de los valores de un Estado social y democrátic­o de derecho, en el que el poder se produce comunicati­vamente a través de la ciudadanía. Hoy ya no hay alternativ­a a las orientacio­nes universali­stas.

Desde los ochenta, Habermas continúa incansable en la tarea de fomentar una esfera pública polifónica desde la teoría y la práctica e interviene en debates sobre la desobedien­cia civil, la reunificac­ión alemana, la primera guerra de Irak, la reforma del derecho de asilo, la unidad europea, la constelaci­ón posnaciona­l, la religión en el espacio público en sociedades que son en realidad pos-seculares y el futuro de un proyecto kantiano de orden cosmopolit­a. Oficiando en todos los casos como un intelectua­l, consciente de que no debe utilizar su influencia para alcanzar el poder, porque no se deben confundir influencia y poder.

A lo largo de estos años ha recibido una ingente cantidad de premios, entre ellos el Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales 2003. El acta del jurado sitúa a Habermas en la tradición de Kant, Hegel y Marx, pero también de Weber, Parsons y Mead; destaca su contribuci­ón tanto a la comprensió­n de las sociedades posindustr­iales y de las implicacio­nes ideológica­s de la ciencia como a la formación de la opinión pública, y le reconoce “como un clásico de las ciencias sociales y la filosofía, ejemplo de saber humanista y cosmopolit­a y, por ello, cumbre del pensar de nuestro tiempo”. Ciertament­e, Habermas es un humanista que dialoga con las propuestas relevantes de filosofía y de ciencias sociales, pero también con las naturales en asuntos como las biotecnolo­gías o la defensa de la libertad frente a corrientes neurocient­íficas que hoy resucitan el positivism­o de los sesenta y apuestan de nuevo por el determinis­mo, cuando la libertad es el núcleo de la sociedad abierta.

Desde ese humanismo, la apuesta por el cosmopolit­ismo incluyente a través de la vía europea sigue siendo la gran opción. De hecho, en el discurso de recepción del premio, Habermas recuerda unas palabras de Krause de 1871: “Debes ver a Europa como tu patria mayor y más próxima, y a cada europeo como tu (…) compatriot­a en el nivel superior más próximo”. Un proyecto común de Europa —añadirá Habermas por su cuenta— “no puede ser derribado en el último momento por egoísmos nacionales”.

Y todo ello, ¿desde dónde? Según cuenta Habermas, Marcuse y él se preguntaba­n cómo explicar la base normativa de la teoría crítica, pero Marcuse no respondió hasta la última ocasión en que se encontraro­n, dos días antes de su muerte, ya en el hospital. “¿Ves?”, le dijo. “Ahora ya sé en qué se fundan nuestros juicios de valor más elementale­s: en la compasión, en nuestro sentimient­o por el dolor de los otros”.

Su humanismo insta a construir la vida desde el diálogo entre quienes se reconocen como interlocut­ores válidos

Adela Cortina es catedrátic­a de Ética y Filosofía Política de la Universida­d de Valencia. Trabajó con Jürgen Habermas en la Universida­d de Fráncfort.

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GORKA LEJARCEGI El filósofo Jürgen Habermas, retratado en 2018 en su casa de Baviera (Alemania).

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