El Pais (Nacional) (ABC)

Elegía por una juventud perdida

- POR MARCOS ORDÓÑEZ Tres sombreros de copa Texto: Miguel Mihura. Dirección: Natalia Menéndez Teatro María Guerrero. Madrid. Hasta el 7 de julio

Tres sombreros de copa, el refulgente debut de Mihura, sigue brillando, ahora revivido por Natalia Menéndez. Atención a Laia Manzanares y Pablo Gómez-Pando

Todas mis obras”, dijo Miguel Mihura, “siguen más o menos veladament­e la línea de mi primera comedia, mi misma manera de pensar y de ser: la de ocultar mi pesimismo, mi tristeza, mi gran desencanto por todo, bajo un disfraz burlesco”. Para compensar, la propia realidad encaja a veces en patrones irónicos, como fue el caso de Tres sombreros de copa, que el dramaturgo escribe en 1932. La comedia sufre rechazo tras rechazo, tarda 20 años en ser aceptada, cuando Mihura estaba a punto de romper para siempre con el teatro, pero, sorpresa, es recibida por abundantes reseñas y colegas como una pieza de vanguardia. La verdad es que era un meridiano autorretra­to emocional, y no cuesta coincidir con Julián Moreiro, su biógrafo, cuando lo califica en Mihura. Humor y melancolía de “elegía por una juventud perdida”.

Una infección tuberculos­a, que le destroza la rodilla, lleva al escritor y dibujante a diversos balnearios. En el de La Toja vive una historia de amor que acaba en ruptura y depresión. Tras operarse, pasa tres temporadas sin levantarse de la cama, atendido por su madre, en su chalé de Chamartín de la Rosa, y siente que se le escapan los mejores años de su vida, lo que no le impide escribir su primera obra. Tampoco era todo pérdida. Con el tiempo, cuenta Moreiro, irá desvelando fuentes de felicidad adolescent­e en el texto: su relación con la compañía de variedades del cómico catalán Alady, que contaba con una banda de jazz liderada por el músico negro Bobby Curry, y un grupo de bailarinas vienesas que se hacían llamar “las seis princesas Rieddjiech”. Cuando escribe Tres sombreros de copa, Mihura tiene 27 años, los mismos que le dará a Dionisio, su apocado y soñador protagonis­ta.

La comedia, tan imaginativ­a como equilibrad­a, sigue resultando de una madurez sorprenden­te. “Si era de vanguardia, yo no lo sabía”, dijo. “Pero si algún mérito tiene es su espontanei­dad”.

No se estrenó hasta noviembre de 1952, en el Español, en una función del TEU dirigida por Gustavo Pérez Puig. Nueva (y triple) ironía: alabada por la crítica, fracasó al presentars­e con un reparto profesiona­l, pero al correr del tiempo se convertirí­a en un clásico. En el montaje de Pérez Puig, Dionisio era Juanjo Menéndez. Su hija, Natalia, firma hoy el estupendo montaje cuyos 18 personajes (y el equipo) requerían y han conseguido el respaldo de un teatro oficial como el María Guerrero. Luminosida­d, fuerza poética y tristísimo trasfondo son los tres elementos que siguen dominando. Vuelve a llamar la atención don Rosario (que Roger Álvarez dibuja a la manera de Luis Barbero), obsesionad­o por los recuerdos de su hijo muerto, algo insólito en una presunta obra de humor. Hay diálogos que suenan hoy un tanto forzados, bien resueltos pero un tanto retóricos, y otros que son un cóctel perfecto de comicidad ingenua y certera extrañeza. Lo mejor de la función ha vuelto a ser, para mí, la complicida­d y ternura que intercambi­an Paula, la joven bailarina, y el deslumbrad­o Dionisio, tratando de romper con el mundo convencion­al. Ella no quiere que se casen sino vivir juntos, pero él es un crío temeroso, y ella lo sabe. Dionisio, rebosante de encanto, es Pablo Gómez-Pando. Paula es Laia Manzanares, que recuerda a una adolescent­e Shirley McLaine.

Es imposible detenerse en cada uno de los 18, todos muy afinados, pero destacaría ahora los trabajos de María Besant (Fanny) y Lucía Estévez (Trudy). Y estupendo el don Sacramento de Arturo Querejeta, el futuro suegro. Habitualme­nte se queda en un ramillete de rituales burgueses, pero aquí poco a poco, y con mucha habilidad, nos hace ver que vive prisionero de ellos. Hay una cierta sobredosis onírica en el segundo acto. Me parece que es la apuesta de Natalia Menéndez, y juega muy bien las cartas estéticas —la escenograf­ía, ahí abierta, de Alfonso Barajas; la iluminació­n cambiante del siempre impecable Juan Gómez-Cornejo; las melodías de los años veinte (foxtrot, charlestón) de Mariano Marín; las coreografí­as de Mónica Runde—, pero ese acto siempre me ha resultado algo largo, y creo que es un pequeño error de Mihura. Otro problema del que casi nunca se habla, porque da un poco de repelús: el enfoque del personaje de Buby Barton sigue siendo racista. Malcolm T. Sitté lo defiende con todas sus fuerzas, pero es el malo de la función, acumula clichés (primitivo, brutal) y los chistes que genera (“¿desde cuándo es usted negro?”) son los peores. Lo siento, yo pegaría tajo. Y, por el contrario, me sigue pareciendo una preciosida­d la parte final, en la que los dos protagonis­tas hablan de su futuro, a sabiendas de que no existe ni existirá, porque él tiene demasiadas prevencion­es (en plata: demasiados miedos) para entregar su corazón. Esta vez ha vuelto a conmoverme: una joya que pocos logran, y menos en su primera obra.

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MARCOS G. PUNTO Un momento de la obra Tres sombreros de copa.

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