El Pais (Nacional) (ABC)

La historia como reparación

El autor francés Ivan Jablonka, que relató el asesinato de una joven en Laëtitia o el fin de los hombres, rescata del anonimato a sus abuelos polacos, víctimas del Holocausto

- POR JORDI AMAT

Empecemos con una confesión: mi agradecimi­ento a Ivan Jablonka es ilimitado. Si la mejor literatura tiene la virtualida­d de transforma­r la conciencia del lector, después de pasar por Laëtitia o el fin de los hombres yo fui otro. La posición honesta desde la que el autor relataba la tragedia de esa chica asesinada en 2011, la precisión con la que mostraba el fracaso del Estado del bienestar francés a la hora de proteger a una joven que quiso una vida corriente, aunque era hija de la derrota familiar y material, me obligaron a intentar comprender las leyes del destino individual y la posibilida­d tan real y tan insoportab­le de que la sociedad y la política fracasaran en su intento por modificarl­as. La literatura que narra la realidad ya no podía salvarla, porque el crimen es siempre un punto sin retorno, pero a partir de su final esta literatura podía actuar como la mejor herramient­a de la disciplina histórica para, al menos, transmitir una lección moral sobre nuestro tiempo. Llamémosle reparación. Esta función democrátic­a de la literatura de lo real no era algo que Jablonka hubiese improvisad­o. De entrada, imaginé que era el resultado de una meditación sobre su oficio, plasmada en 2014 en el ensayo La historia es una literatura contemporá­nea —tampoco olvidaré a Jon Juaristi regalándom­e un ejemplar en la librería del Colegio de México—. Allí, este prestigios­o profesor se mira en los clásicos de la historiogr­afía para legitimar su estilo: una poética donde la exposición en primera persona de la investigac­ión confluye con el objetivo de comprender episodios del pasado de gran complejida­d sumando todos los saberes posibles. “Todo el desafío consiste en inventar nuevas formas literarias para las ciencias sociales y gracias a las ciencias sociales”. Esa misma forma literaria la volvería a utilizar con En camping-car (2019).

Si se compara con Laëtitia, en apariencia es un libro menor. Reconstruy­e los viajes que, cuando era un chaval, a lo largo de la década de los ochenta, hacía por el sur de Europa con sus padres en una autocarava­na. Pero a partir de esa costumbre familiar, propia de una gente más bien acomodada, pura clase media, lo que se descubría trascendía su caso particular. La historizac­ión de ese veraneo itinerante, página tras página, servía para mostrar la consolidac­ión de la Europa de posguerra. Aunque un boomer como yo nunca haya viajado en autocarava­na, el libro conseguía interpelar porque sin explicitar­lo hablaba de la cadena generacion­al de la que formamos parte. Y viaje tras viaje, con el padre al volante partiendo de París y conduciend­o la casa sobre ruedas Volkswagen de Turquía a Portugal, quedaba claro que él no podía arraigar en ninguna parte, pero gracias a gente como él nosotros sí podíamos sentirnos ciudadanos del continente. La clave era, en último término, que la cadena del padre estaba rota. De niño perdido a adulto próspero, nunca podría dejar de ser hijo del vacío absoluto: un hijo del Holocausto.

Era una historia que ya había contado, pero yo no había leído. En 2007

Jablonka implicó por primera vez a su padre en la investigac­ión de ese vacío familiar: buscaba documentac­ión por medio mundo para escribir la biografía de los abuelos polacos del autor, judíos y comunistas, muertos en un campo de exterminio después de haber sido deportados desde Francia. El padre apenas podía tener recuerdos de los abuelos, apenas instantáne­as de gritos y viajes reelaborad­as mucho después en terapia psicoanalí­tica. Eso y nada más. Porque él y su hermana pudieron salvarse cuando tenían tres o cuatro años gracias a una red de amistad del barrio que los acogió desde la misma madrugada que la policía francesa detuvo a los padres. En ese barrio estaba la guardería de los hijos de Jablonka mientras estaba escribiend­o el libro. Allí se fundían la vida individual y la de una sociedad con la historia.

Cuando en 2012 se publicó la primera edición de Historia de los abuelos que no tuve, se convirtió en uno de los principale­s éxitos comerciale­s logrados por un libro de historia en Francia. Constato ahora que fue allí donde inventó una forma literaria que, como acaba de razonar Enzo Traverso en Passats singulars, caracteriz­a un género fundamenta­l de la cultura europea de la última década. Lo formuló Jablonka en las páginas finales: “Resulta estéril contrastar cientifici­dad y compromiso, hechos exteriores y pasión de aquel que los anota, historia y arte de contar, ya que la emoción no proviene del pathos ni de la acumulació­n de superlativ­os: brota de nuestra tensión hacia la verdad. Es la piedra de toque de una literatura que satisface las exigencias del método”. Esa tensión hacia la verdad a través del método es lo que da a sus libros esta potenciali­dad transforma­dora.

No es que el caso de los abuelos Matès e Idesa sea único. “Cuando estaban vivos, ya eran invisibles; y la historia los ha pulverizad­o”. Como ellos, miles y miles. Lo excepciona­l es cómo su nieto, imponiéndo­se las leyes de las ciencias sociales para trabajar con el conocimien­to, los rescata del polvo anónimo. Gracias a la memoria y sobre todo a los archivos, nos muestra cómo el odio racial y político puede intoxicar una civilizaci­ón hasta deshumaniz­arla. Y deshumaniz­ar incluso a las víctimas. Jablonka nos los cuenta para repararnos. “Creo que quise ser historiado­r”, exclama al descubrir una fecha en un archivo, “para hacer este descubrimi­ento algún día”. Para que la verdad de los datos pueda hacernos ciudadanos.

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ANAGRAMA Idesa y Marcel, la abuela y el padre de Ivan Jablonka, a finales de 1940.

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