Violadas, rapadas: el terror contra las mujeres en el franquismo
La represión a esposas, hijas y hermanas de republicanos en la guerra y la dictadura permaneció oculta durante años
La memoria es femenina. Fueron sobre todo ellas las que custodiaron las últimas fotografías y cartas de los desahuciados del franquismo, como subrayó en 2019 el estudio El duelo revelado (CSIC). Callaron durante muchos años. Para sobrevivir, para proteger a los suyos de un dolor imposible de medir. Cuando, en el año 2000, despertó el movimiento de recuperación de la memoria histórica y España empezó a conocer las vidas truncadas de los miles de fusilados enterrados en fosas y cunetas, muchas mujeres decidieron hablar “de sus maridos, de sus héroes, nunca de su lucha personal”, explica el secretario de Estado de Memoria Democrática, Fernando Martínez. “Se conocen las historias de los nombres célebres y no tanto las de las mujeres de a pie que sufrieron todo tipo de agresiones por el hecho de ser mujeres y rojas. Todo ese sufrimiento quedó sin cuantificar”, añade. La nueva ley de memoria, al igual que el decreto de enseñanzas básicas de bachillerato, incorpora la perspectiva de género para conocer sus sacrificios y contribución democrática. En la semana del Día Internacional de la Mujer, EL PAÍS analiza con víctimas y expertas la represión de género durante el franquismo.
“Levantarse el mandil”. Maravillas Lamberto pidió acompañar a su padre, Vicente, la madrugada de 1936 en que un grupo de falangistas fue a buscarlo a casa, en Larraga (Navarra). A la mañana siguiente, su familia fue a llevarles el desayuno al Ayuntamiento, que se usaba como cárcel, pero ya no estaban allí. “A mi padre lo habían bajado al calabozo, pero a mi hermana la subieron a la secretaría y allí la violaron”, relató Josefina Lamberto a EL PAÍS en 2014, cuando viajó a Madrid desde Pamplona para sumarse, en el consulado argentino, a la causa abierta en Buenos Aires contra los crímenes del franquismo. Los vecinos habían escuchado los gritos de Maravillas, de 14 años. Unos campesinos la hallaron luego muerta y desnuda en un descampado. “Y decidieron echar gasolina sobre los restos y quemarlos. Se trataba de un fuego purificador”, explica Lourdes Herrasti, antropóloga e historiadora. “Maravillas, la rosa de Larraga, se ha convertido en un símbolo de la represión”.
Antes de matarla, tres de sus verdugos violaron a Cándida Bueno Iso, maestra, de 23 años. También era maestra Camino Oscoz, de 26, violada reiteradamente antes de que hicieran desaparecer su cuerpo tirándolo por un barranco en Urbasa (Navarra). En Fuentes de Andalucía (Sevilla), cinco mujeres de 16 a 22 años fueron detenidas, violadas y asesinadas en la finca de El Aguaucho. Herrasti ha recopilado muchos de estos casos, documentados también por otros historiadores.
En Herencia (Ciudad Real), en febrero de 1945, dos primas de 17 y 19 años y su tía, de 38, fueron detenidas por dedicarse al estraperlo. Se abalanzaron sobre ellas. “Uno de los hombres”, relata la antropóloga María Dolores Martín Consuegra, “se quejó a los demás por la chica que le había tocado y acordaron entre risas que en lo sucesivo tendrían en cuenta sus preferencias. Cuando terminaron, descansaron mientras fumaban un cigarro. Unas horas más tarde volvieron a violarlas y a apalearlas”. Martín Consuegra es autora del estudio Las manadas de Franco, memorias sobre la feminización de la represión franquista.
No existe un registro de las violaciones cometidas en aquellos años. No se denunciaban; no se castigaban. “Muchas veces”, explica Herrasti, “conocemos los casos, como el de Maravillas Lamberto, porque ya estaban muertas. Las demás ocultaban esa humillación para sobrevivir”. Martín Consuegra recuerda cómo ancianas a las que entrevistó para su investigación utilizaban un eufemismo para referirse a esos crímenes: “Levantarse el mandil”. O pronunciaban frases como esta: “En el casino de mi pueblo se jugaban a ver quién violaba a quién”. “El franquismo”, añade, “dictó las condiciones de su propio recuerdo; y cuando llegó la democracia, coincidió con una época de bonanza económica y se asumió el discurso establecido: el del olvido”. “Es decir, estas víctimas fueron silenciadas por el franquismo y por los demócratas. Eso tiene consecuencias no solo para ellas, sino para toda la sociedad. Mi abuela guardó silencio y mi madre, y yo, ante determinadas agresiones, también lo hemos hecho porque eso es lo que hemos heredado. El cuerpo de las mujeres se convirtió en botín de guerra, en un escenario más de la batalla”, prosigue.
El ‘delito consorte’. Entre los miles de huesos rescatados de fosas y cunetas para entregar a sus familiares los restos de los desaparecidos del franquismo, se han hallado también horquillas, pendientes, moños de pelo, ballenas de corsé, sonajeros de bebé. Más de 300 de las cerca de 11.000 víctimas recuperadas son mujeres. Algunas, como María Domínguez, socialista, feminista y alcaldesa de Gallur (Zaragoza), o Aurora Picornell, conocida como La Pasionaria Mallorquina, fueron asesinadas por sus ideas. A otras muchas, como a las 17 rosas de Guillena (Sevilla), de entre 20 y 70 años, las mataron por ser esposas, hermanas o madres de rojos. “Se conoce como el delito consorte”, explica Herrasti. “Buscan al hombre y, al no encontrarlo, se las llevan a ellas en sustitución. Como no pueden hacerles daño a ellos, se lo hacen a ellas”.
Cientos de mujeres, subraya la antropóloga, fueron también encarceladas y condenadas a muerte. El pasado domingo, colectivos feministas leyeron durante 15 minutos los nombres de presas de la cárcel de Ventas fusiladas y enterradas en el cementerio del Este (Madrid). La más joven tenía 18 años. La mayor, 60.
Maravillas tenía 14 años cuando la forzaron. Los vecinos oyeron sus gritos
“Atada como un perro”. “Un día se llevaron a mi madre a la escuela de niñas, que habían convertido en cárcel para mujeres”, relató María Martín a este diario en 2012, a los 81 años. “Le raparon la cabeza, todo menos un mechón en la coronilla que ataron con un lazo rojo. A ella y a las demás. Y así les hicieron pasearse por todo el pueblo”. Poco después la mataron, pero no fue suficiente. “Nos llevaban a mi hermana, de 12 años, y a mí, que tenía 6, atadas como animales al Ayuntamiento [de Pedro Bernardo, Ávila] y al cuartel de la Guardia Civil para obligarnos a beber aceite de ricino con guindillas. Es imposible describir el sabor de aquello. Y eso me lo estuvieron dando hasta que cumplí los 18 años. La primera vez me caí redonda y le pedí al señor que me recogió que no se lo contara a mi padre”.
La madre de Concepción Fernández estaba dando el pecho al menor de sus hijos cuando los falangistas fueron a buscarla. “Le dijeron: ‘Dale el niño a tu hija y vente’. Mi madre se lo dio a mi hermana y se fue con ellos. Se la llevaron con otras cinco mujeres y las raparon a las seis. En la espalda les colgaron un cartel: “Por rojas y por putas”, cuenta. Basilia Jimeno también vio a su madre un día “atada como un perro, toda pelada salvo por un quiqui con un lacito rojo, llena de sangre y hecha de vientre por el aceite de ricino”. Concepción y Basilia son dos de las protagonistas del documental Sacar a la luz. La
“Me dieron aceite de ricino hasta los 18 años”, recordaba María Martín
El secretario de Estado de Memoria: “Todo ese dolor quedó sin registrar”
Herrasti: “Buscaban al hombre y, al no encontrarlo, se las llevaban a ellas”