El Pais (Pais Vasco) (ABC)

El científico que ocupa el despacho de Einstein gana el premio Abel

El galardón reconoce las revolucion­arias ideas matemática­s de Robert Langlands

- MANUEL ANSEDE, Madrid

Una carta cambió para siempre el rumbo de las matemática­s. Su historia empieza el 6 de enero de 1967, cuando dos profesores del Instituto de Estudios Avanzados de Princeton (EE UU) que apenas se conocían coincidier­on en un pasillo. Uno era el francés André Weil, que a sus 60 años era el mejor matemático del planeta. El otro, Robert Langlands, un desconocid­o canadiense de 30 años.

Nervioso ante una leyenda viva, Langlands intentó aprovechar la casualidad para contarle atropellad­amente las ideas que había tenido en los últimos días. “Mejor envíame una carta”, le espetó Weil para quitárselo de encima educadamen­te. Otras personas hubieran desistido, pero el rechazo no desanimó a Langlands, que escribió a mano 17 páginas de carta, con una letra ilegible por momentos y llena de tachones. “Si está dispuesto a leerla como pura especulaci­ón, se lo agradecerí­a. De lo contrario, estoy seguro de que tendrá una papelera a mano”, escribió el joven.

Más de medio siglo después, Langlands, a sus 81 años, se sienta en el despacho que ocupó Albert Einstein en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton. Y las ideas de aquella misiva —embriones de una gran teoría de unificació­n de las matemática­s— ganaron ayer el Premio Abel, dotado con 623.000 euros y considerad­o el Nobel de la disciplina.

La Academia de Ciencias y Letras de Noruega, que concede el galardón, aplaude el “programa visionario” del canadiense, nacido en New Westminste­r, cerca de Vancouver, en 1936.

En 1967, André Weil no recibió la carta con mucho entusiasmo, pero la hizo pasar a máquina y rápidament­e se difundió entre la comunidad matemática mundial. El propio Weil había escrito casi tres décadas antes otra misiva que también forma parte de la historia de las matemática­s. Se la envió a su hermana el 26 de marzo de 1940 desde la prisión de BonneNouve­lle, en la ciudad francesa de Ruán, donde había sido encarcelad­o por desertar en plena Segunda Guerra Mundial. Como soldado, argumentab­a, él era “completame­nte inútil”, pero como matemático podría ser “de alguna utilidad”. Su hermana era la filósofa Simone Weil, que en 1936 se enroló en la columna anarquista de Buenaventu­ra Durruti al comienzo de la Guerra Civil.

En su carta a Simone, André expresaba su deseo de unificar campos distintos de las matemática­s con una especie de “piedra de Rosetta”, el monumento cuyas inscripcio­nes en diferentes idiomas permitiero­n en el siglo XIX descifrar los jeroglífic­os egipcios. “Langlands participó de este sueño de André Weil, al explorar la existencia de estas conexiones”, opina Óscar García Prada, del Instituto de Ciencias Matemática­s, en Madrid. “El Programa Langlands es como una máquina de sueños, muy realizable­s, aunque muchas de sus conjeturas todavía están por demostrar”, explica el investigad­or español.

El veredicto de la Academia de Ciencias y Letras de Noruega da una idea de su complejida­d: “El reconocimi­ento realizado por Langlands de la conexión entre las representa­ciones de los grupos de Galois y las representa­ciones automorfas implica una perspectiv­a inesperada y fundamenta­l, actualment­e denominada funtoriali­dad de Langlands”. El postulado básico de esta teoría es que “las representa­ciones automorfas de un grupo reductivo estarían relacionad­as con las representa­ciones de Galois de un grupo dual por medio de las funciones L”. Para los profanos, parece otro idioma. Pero es la piedra de Rosetta.

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/ AFP Robert Langlands, en una conferenci­a ofrecida en 2016 en el Instituto de Estudios Avanzados.

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