Jesús Aguirre, otra vez
Homosexual, excura, rodeado de intelectuales progresistas, hubiera pasado sin pena ni gloria por esta vida de no haber entrado a formar parte de la Casa de Alba
Jesús Aguirre, decimoctavo duque de Alba, fue un personaje de ficción. En el París de entreguerras pudo haber sido una criatura de Marcel Proust, y en España, sin duda, Ramón del Valle-Inclán lo hubiera introducido en La corte de los milagros. Su vida forma parte del esperpento de medio siglo XX, como un reflejo deformante de los espejos del callejón del Gato. No obstante, fue un personaje real, no solo un ente literario. Hijo natural, excura, homosexual, rodeado de teólogos alemanes, de escritores e intelectuales progresistas españoles, Jesús Aguirre hubiera pasado sin pena ni gloria por esta vida de no haber entrado a saco, con todo el desparpajo, a formar parte de la Casa de Alba.
Así recibieron la noticia sus amigos. “El cura Aguirre, ¡duque de Alba! Es lo mejor que nos ha pasado en la vida”, exclamó el editor José María Castellet. “Primera impresión, desconcierto. Primera reflexión, entusiasmo”, fue el telegrama que le mandó el poeta y editor Carlos Barral. “Vamos a convertir [el palacio de] Liria en nuestro Palacio de Invierno”, gritaron chocando las copas sus amigos progresistas en la tertulia de Parsifal, un sueño que, por supuesto, no se realizó.
La duquesa no entendía por qué se escandalizaba la gente. Era viuda, se casaba con un hombre soltero del que estaba enamorada y, por otra parte, era una mujer que se había puesto el mundo por montera y había hecho siempre lo que le dio la gana. Lo que criticaba la gente no era la boda, sino la personalidad del novio, un excura con fama de izquierdista liberal, con ocho años menos que la duquesa y al que muchos consideraban un arribista cazadotes.
Antes de ser nombrado director general de Música por Pío Cabanillas, nuestro Jesús Aguirre se tomaba las vacaciones en julio, siempre invitado, esta vez allá por 1976, por su amigo el famoso jurista Matías Cortés y Mai, su primera mujer, en su casa de Marbella. Una tarde, su amigo dio una copa y por allí de forma imprevista cayeron los duques de Arión, acompañados por Cayetana de Alba. Aguirre en la hamaca lucía un pareo, barba negra, melena sobre las orejas y gafas de espejo. Frente a estos aristócratas comenzó a lanzar algunas maldades ingeniosas con el
afán de epatar, como siempre, pero esta vez sin demasiado éxito porque al final, cuando se largaron estos invitados, Jesús Aguirre le dijo a Matías: “Esta Cayetana me ha caído de la patada”. Y, a su vez, de vuelta a casa en el coche Cayetana le dijo a su amiga: “A mí este hombre me ha parecido un fatuo, un impertinente”. La próxima vez, nombrado director general de Música, Jesús y Cayetana se reencontraron en el palco principal del teatro de la Zarzuela y el sortilegio entre los dos se produjo mientras sonaba la Barcarola de Los Cuentos de Hoffman.
Desde ese palco se lanzó Jesús a la toma de la alta sociedad. Adoraba a los amos, despreciaba a los criados y con una boutade volteriana dejaba admirados a los distinguidos comensales de