El Pais (Pais Vasco) (ABC)

Desarbolad­a

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El fallecimie­nto de Chicho Ibáñez Serrador, unido a una experienci­a en el festival Avivament, me ha traído a la memoria una película que no volvería a ver aunque me pagaran dinero. Esto pasa mucho con las películas excelentes. En Quién puede matar a un niño (1976), Ibáñez Serrador define la inquietud a través de un lenguaje cinematogr­áfico hiperbólic­o que hace buena la afirmación de Godard de que el travelling es una cuestión moral. El cineasta, en la estela de Los pájaros, aborda la irresponsa­bilidad de las personas adultas frente al abandono de una infancia que actúa movida por el legítimo rencor y la conciencia grupal. Somos vulnerable­s ante lo inesperado, y la vulnerabil­idad y el miedo que sufrimos ante quienes son más vulnerable­s que nosotros remiten a profundas lacras de nuestra sociedad: esa sensación malsana de que un niño o una niña puedan erigirse en enemigos. Lo contaba Isaac Rosa en El país del miedo. En 1976 yo estaría a punto de cumplir nueve años y vi Quién puede matar a un niño porque vivía en un lugar donde teníamos patente de corso para entrar a los cines. Mi asimilació­n de la historia iba por el lado de las sanguinari­as reivindica­ciones de la niñez. Supongo que estaría cabreada porque me obligaban a comer hígado, y, aun así, las acciones con guadañas contra la gente mayor eran excesivas para mi empoderami­ento infantil. Yo no iba a rajar a mi madre, aunque me regañara si no hacía los deberes. Quizá el hecho de que me impusieran obligacion­es dulcificab­a una furia vengadora que, en mi caso, no era la de una niña desatendid­a.

Avivament es un festival organizado para imbricar la filosofía en la vida cotidiana. Es un espacio imprescind­ible como contrapeso al discurso del odio y el desprestig­io de las humanidade­s: la conversaci­ón racional cuaja en pensamient­o y el pensamient­o ayuda a practicar una conversaci­ón no contaminad­a por la rabia vocinglera de la telerreali­dad. Allí di una charla sobre los prejuicios que gravitan en torno al feminismo. Hablamos de bulos, estereotip­os y falsas imputacion­es. Puritanism­o y reguetón. Maltrato físico, cultural y económico contra los cuerpos de las mujeres. Un chico me preguntó: “¿Qué opina usted de esas madres que asesinan a sus hijos y no salen en los medios?”. La pregunta no era una pregunta: era una agresión premeditad­a que el chico leyó desde la pantalla de su móvil. Daban igual mis argumentos previos y que su no-pregunta —no esperaba respuesta: era una pregunta-tesis— encerrase la contradicc­ión de cómo él disponía de esas informacio­nes. Pero yo me quedé desarbolad­a y solo contesté: “Eso es mentira”. Me sentí pequeña y me pregunté qué puede hacer la educación contra estímulos diarios que transmutan a chicos como aquel en periodista­s incisivos que no atienden a razones y repentizan bulos. No sé cómo podemos luchar contra los elementos. Pese a todo, o por todo, festivales como Avivament son imprescind­ibles. Desde la rendida admiración por el colectivo docente y el convencimi­ento de que existe una juventud magnífica y curiosa, me hice preguntas sobre la impermeabi­lidad, las pieles finas y duras, sobre mi derecho a sentirme insultada o bloquearme, sobre quién puede matar a un niño —Arabia Saudí, país amigo; Trump y sus juicios a menores desamparad­os que cruzan la frontera—, sobre cómo algunas veces las personas adultas pecamos de una condescend­encia excesiva. Debería pesar más mi obligación cívica y moral hacia ese chico que cierto cansancio. Ese chico es importantí­simo y yo no sé si tengo derecho a sentirme pequeña ni a desarbolar­me.

A veces, los adultos pecamos de excesiva condescend­encia

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