El Pais (Pais Vasco) (ABC)

El Gatu y aquel entrañable sub-21

El título europeo del 86 fue el primero de España tras la Eurocopa de 1964

- PEDRO ZUAZUA

Tantos éxitos posteriore­s han ido enterrando lo que en su día fue un hito: la Eurocopa sub-21 de 1986. Era la primera gran victoria de nuestro fútbol desde 1964, cuando el gol de Marcelino a la URSS. El último obstáculo fue Italia, nuestro rival ayer en el campeonato actual de la categoría.

Dos años antes, la generación de Zubizarret­a, Míchel y Butragueño ya había llegado a la final, pero perdió contra Inglaterra. En el nuevo ciclo apareciero­n Ablanedo II, Andrinúa, Quique Flores, Eusebio, Gabino y Eloy. Del anterior se mantenían Sanchís, Pachi Salinas y Quique Ramos, más Roberto, este ocupando una de las dos plazas de mayor edad que permitía el reglamento. Eusebio Sacristán lo recuerda como un equipo sólido y alegre, una gran creación de Luis Suárez: “Jugábamos al 4-3-3, con atrevimien­to. Los centrales sacaban la pelota muy bien, en la media Roberto y yo hacíamos de interiores, con un mediocentr­o. Arriba había velocidad”, recuerda el hoy técnico.

El Día D fue el 29 de octubre de 1986. Catorce días antes fue la ida en Roma. España había dejado en el camino a Islandia, Escocia, Francia y Hungría hasta llegar al doble choque en la cumbre con Italia. Ablanedo aún habla con respeto de aquel equipo: “Apunte: Zenga, Donadoni, Giannini, De Napoli, Matteoli, Vialli, Mancini… ¡Qué generación! Casi todos fueron figuras, algunos lo eran ya, habían estado en el Mundial de México”.

De Roma volvimos con un 2-1 en contra y sufriendo. Calderé marcó en el 36, pero la segunda mitad de Italia fue colosal, con un juego magnífico. Vialli empató en el 50 y Giannini hizo el 2-1 en el 76. Salimos vivos de milagro. Ablanedo volvió cargado de elogios.

El partido de vuelta se fijó para Valladolid, pero surgieron voces reclamándo­lo para Sevilla. Miguel Muñoz, selecciona­dor de la absoluta, la tenía por sede fija para todos los partidos oficiales; solo los amistosos se jugaban en otros lugares. Era proverbial el entusiasmo del “jugador número doce” (la expresión nació allí, con Kubala) y se temía que el ambiente El Tour de Francia de 1928 comenzó y finalizó en París. Constó de 22 etapas. La más larga fue la Perpiñán-Marsella, de 363 kilómetros. Otras seis etapas cubrieron distancias superiores a los 300 kilómetros. Participar­on 162 corredores. La victoria final fue para el luxemburgu­és Nicolas Frantz, que completó la ronda en en Zorrilla resultara frío, y más dado que se iba a televisar.

Pero la ciudad se volcó. Se notó desde las vísperas, con aficionado­s merodeando por el Hotel Meliá Parque, donde estaba España, y el Felipe IV, escogido por Italia. A Eusebio no le extrañó: “Entonces había buen ambiente de futbol en Valladolid. En la concentrac­ión estábamos tres del equipo: Torrecilla, Juan Carlos y yo, más Andrinúa, que había jugado con nosotros. Además, las dudas tocaron el amor propio de la gente”.

El campo se llenó y el jugador número doce no desmereció de Sevilla. Jugaron: Ablanedo II (Sporting); Solana (Real Madrid), Sanchís (ídem), Andrinúa (Athletic), Quique Ramos (Atlético); Eusebio (Valladolid), Gallego (Athletic), Roberto (Barça); Eloy (Sporting), Gabino (Betis) y Llorente (Real Madrid). Gallego fue llamado por lesión de Calderé para la segunda plaza de más edad. Se pensó en Víctor, pero ya estaba asentado en la absoluta y prefirió declinar la oferta. En el 60 entró Ramón (Sevilla) por Gabino y en el 93, Juan 192 horas, 48 minutos y 58 segundos. 50 minutos y siete segundos por delante del segundo clasificad­o.

Un año antes, en Australia y Nueva Zelanda, tres diarios comenzaron a recaudar fondos para poder enviar a un equipo ciclista a participar en la prueba francesa. De aquella colecta salieron los pasajes para Hubert Opperman, Harry Watson, Ernie Bainbridge y Percy Osborn. Sin apenas recursos y con una preparació­n muy inferior a la de los equipos ciclistas europeos, Carlos (Valladolid) por Gallego, ya para la prórroga.

Fue una delicia de partido, bien jugado de principio a fin por todos, con acierto académico y fogosidad. Marcó Eloy en el 36, empató Francini en el 38 y colocó el 2-1 Roberto en el 76. La prórroga mantuvo el nivel, que recuerdo como uno de los que más me han hecho disfrutar en mi vida. Los dos porteros pararon mucho, pero sobre todo el nuestro.

El Gatu le llamaban en Asturias. A él quedó destinada la mayor gloria de aquella final, que se resolvió en los penaltis. El primero se lo paró a Giannini; luego marcó Roberto; otra vez Italia y Desideri lo echa fuera; Eusebio marca el segundo de España; ahora va Baroni ¡y para Ablanedo de nuevo! Ramón va al tercer lanzamient­o español, si lo marca somos campeones… ¡y marca! Luis Suárez, el gallego italianiza­do es alzado a hombros por sus chicos.

Eusebio se volvió a cruzar con Vialli y Mancini en una final de Recopa, y en otra de Champions, y siempre les ganó: “Les tenía aburridos”. Evoca aquellos días de la sub-21 con cariño: “La amistad, cuando estás empezando, es entrañable. El ambiente era magnífico, con Luis Suárez siempre bromeando”. Aquel título contribuyó a abrirle las puertas del dream team. En cuanto a Ablanedo, solo jugó cuatro partidos en la absoluta, por el inamovible Zubizarret­a, pero fue convocado muchas veces. Modelo de one club man, se retiró casi con 36 años en su Sporting. Guarda en un rincón de su memoria aquella noche.

Ganó a un gran equipo italiano en un duelo resuelto en los penaltis con Ablanedo de figura

tomaron la salida de una competició­n que los llevaría al límite de sus fuerzas. En La milla invisible (Seix Barral), el neozelandé­s David Coventry novela aquella experienci­a.

Narra una aventura en la que, en ocasiones, los ciclistas tenían que pedir que alguien les remendara las ruedas en algún pueblo en mitad del trayecto. En la que una etapa se podía alargar y alargar, hasta que la noche cegaba la vista a los ciclistas. En la que se hacía un alto en el camino para beber un poco de vino —cada equipo francés portaba en sus bidones el caldo de su región, claro— o un coñac. En la que algunos corredores paran para cambiar por unos instantes la soledad de la carretera por el interior de una iglesia. En la que las parejas de los héroes les enviaban postales perfumadas.

David Coventry crea una historia en la que sube al lector sobre el sillín para acompañar a los ciclistas en un viaje al que siguen el viento, el frío, la sangre... Repleta de detalles, con la Primera Guerra Mundial aún en el retrovisor, los adoquines de alfombra para las ruedas, París saludando el inicio del Tour y 5.476 kilómetros de dolor y superación por delante.

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