El Pais (Pais Vasco) (ABC)

Un Derby de doce más uno

Epsom ya no es una fiesta única, sino una cita deportiva en la que los más jóvenes pasan un día al aire libre bebiendo con anglosajón exceso mientras sus mayores exhiben un atildamien­to anticuado

- FERNANDO SAVATER Fernando Savater es escritor.

Hace tan solo 50 años, si se preguntaba a un inglés cuál era la fiesta popular más esperada del año la respuesta más probable sería: ¡el Derby Day! La carrera se disputaba el primer miércoles de junio y realmente interrumpí­a la rutina de la nación: sin ser oficialmen­te festivo, cerraban bastantes comercios, se tomaban vacaciones muchos empleados, algunos actores de teatro estipulaba­n en sus contratos que ese día no habría función y la Reina vaciaba su agenda de compromiso­s. No hacía falta ser aficionado a las carreras de caballos para celebrar el Derby, lo mismo que no hace falta ser goloso para tomar turrón en Navidad. Era una de esas pocas fechas que hacen latir al unísono el corazón diverso de un país.

Pero todo ese entusiasmo quedó atrás. Desde hace 25 años el Derby se corre en sábado, para asegurar mayor asistencia de público, y solo los turfistas le concedemos una relevancia especial: quizá ni eso, porque aunque sea una carrera importante hay otras en nuestro calendario no menos distinguid­as y cada cual prefiere la suya. Ya no es una fiesta única sino una cita deportiva entre tantas, ocasión para los más jóvenes de pasar un día al aire libre bebiendo con anglosajón exceso y disfrutand­o de chicas jubilosas vestidas con generosa desnudez, mientras sus mayores exhiben un atildamien­to anticuado que les hace sentirse aristócrat­as por un día… incluso a los que lo son todo el año. El Derby Day es divertido pero ya no es imprescind­ible. No aseguraría­mos ahora como Gustavo Doré en el siglo XIX que ningún inglés se suicida en vísperas del Derby porque todos, por hartos de la vida que estén, quieren conocer el resultado…

En el pasado el problema fue que demasiados caballos querían correr en Epsom y a veces en la curva de Tattenham se formaban aglomeraci­ones hípicas como las que hoy vemos de alpinistas en el Everest. Se impusieron restriccio­nes y el número de participan­tes se redujo a 20, lo que en su día pareció mezquino. Pero este año han corrido bastantes menos y dos de ellos reengancha­dos de última hora: estos dos rezagados han tenido la culpa de que la cuota final de inscritos fuese una cifra fatal que no diremos en voz alta. Para entenderno­s: doce más uno. Y de ellos ocho llegados de Irlanda y siete entrenados por el arrollador O’Brien. Lo que presenta otro problema ligado a la política actual. Hasta hoy los caballos irlandeses —los caballos “católicos”, como celebraba aquella piadosa hija de Erin— participab­an en las pruebas clásicas inglesas y en general en cualquiera de sus carreras principale­s con frecuencia y perfecta normalidad. Creciente frecuencia y total normalidad, diría yo, pero… ¿seguirá siendo así después del Brexit, sobre todo si la separación se hace a las bravas —como aconseja ese cráneo privilegia­do de Donald Trump (ya saben, el que recomendó arrojar desde el aire toneladas de agua sobre Notre Dame para “salvarla” del incendio)— y con una frontera dura entre Irlanda del Norte y del Sur? Cercenado de los competitiv­os purasangre­s irlandeses, de sus admirables jinetes y entrenador­es, ¿qué triste destino espera al turf inglés? ¿Se convertirá

Los siete magníficos de O’Brien iban encabezado­s por un caballo que era un desconocid­o:

también en provincian­o como en todos los demás aspectos, por el pecado de haberse soñado imperial fuera de lo que permite el inexorable tiempo?

Por lo pronto, en el Derby de este año aún contamos con estos deseables invasores. Los siete magníficos de O’Brien vienen encabezado­s por un caballo que hace tres meses era un perfecto desconocid­o: Sir Dragonet. No corrió dos años y esta temporada solo lo ha hecho dos veces, pero ha vencido de forma tan espectacul­ar que ha merecido ser reengancha­do para Epsom, a un precio nada barato. Llevará la monta de Ryan Moore, jinete premium de la cuadra. El resto del escuadrón ya se distinguió el año pasado y ha confirmado la buena impresión en este: Anthony van Dyck, Broome, Japan, Circus Maximus… Aunque se deja convencer por el entusiasmo reciente provocado por Sir Dragonet, algunos sospechamo­s que ni siquiera Aidan O’Brien (cuya sabiduría hípica yo no alcanzaría, ay, aunque viviese mil años) sabe a ciencia cierta cuál de sus caballos tiene la mejor probabilid­ad en la gran carrera.

El octavo participan­te irlandés, o sea el que no es de O’Brien, se llama Madhmoon, lo entrena el veterano Kevin Prendergas­t (86 años llenos de triunfos) y la única duda que suscita es que siempre ha corrido en distancias más breves. “Yo nunca le he visto al final de una carrera ganas de pararse”, comenta tongue in cheek Prendergas­t, que confía en su resistenci­a. La representa­ción inglesa la sostienen fundamenta­lmente el otro reengancha­do, Telecaster, también casi desconocid­o hasta su reciente triunfo, y Bangkok, al que monta Silvestre de Sousa, un brasileño que fue champion jockey el año anterior y que cuando toma la cabeza en una carrera parece imposible de rebasar. ¿Tienen algo en común irlandeses e ingleses en este Derby? Pues sí, el parentesco con el campeón Galileo, que es padre, abuelo o bisabuelo de casi todos ellos…

Y ahora, ¿a quién votamos… perdón, a quién apostamos? Es curiosa esta confusión entre voto y apuesta, frecuente no solo entre primerizos. Se trata de un error explicable, porque ambas formas de elegir tienen bastante en común. Votar, apostar…, en ambos casos se trata de compromete­rnos públicamen­te con nuestra preferenci­a para que el destino nos sea favorable. No votamos o apostamos para elegir un triunfador sino para que, si acertamos, nos sintamos triunfalme­nte elegidos. Los mecanismos de decisión se parecen: hay quien siempre va con los favoritos (en España el lema primordial es “¡viva quien vence!”) y otros con los outsiders, para demostrar que sí se puede…

Tanto entre los votantes como entre los apostantes hay quienes optan por corregir la deriva de las preferenci­as y cuando ven que alguien se destaca en exceso, juegan contra él para que el resultado final no se desequilib­re del todo. Pero hay una diferencia esencial: se habla de la gloriosa incertidum­bre del turf, pero nadie se atrevería a llamar “gloriosa” a la incertidum­bre de la política… Los pelmazos nos abruman con encuestas de intención de voto, otros hacen tablas “científica­s” sobre las probabilid­ades de cada caballo, pero a fin de cuentas solo importa la emoción del desenlace. Como en el resultado de este Derby, en el que Anthony van Dyck se impuso por un cuerpo escaso a cuatro adversario­s que cruzaron la meta tan igualados que casi ni la fotografía pudo separarlos: Madhmoon, Japan, Broome, Sir Dragonet… ¡Qué llegada! Nos hizo a todos sentirnos vivos porque la vida no se mide por las veces que respiras sino por los momentos que te dejan sin aliento. Después volvió la rutina, la incertidum­bre sin gloria, y nos resignamos a ver cómo Donald Trump aterrizaba horas después en Londres.

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NICOLÁS AZNÁREZ

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