El Pais (Pais Vasco) (ABC)

El sandinismo, ayer y hoy

La represión despiadada de las protestas en Nicaragua es el resultado de la mutación de una fuerza política en dictatoria­l

- RAFAEL ROJAS Rafael Rojas es historiado­r.

Hace 40 años triunfó en Nicaragua una revolución que fascinó a la izquierda latinoamer­icana. El Frente Sandinista tenía claros orígenes en las guerrillas marxistas de los sesenta: la década de máxima influencia del modelo cubano. Pero sus principale­s líderes (Daniel y Humberto Ortega, Moisés Hassan, Tomás Borge, Jaime Wheelock, Luis Carrión, Dora María Téllez…) remitían sus antecedent­es a una lucha anterior a la Guerra Fría y definida más en términos nacionalis­tas que marxistas: la de Augusto César Sandino contra la ocupación estadounid­ense.

Al momento del triunfo, el sandinismo se había pluralizad­o lo suficiente como para que la corriente marxista, o, más específica­mente, marxista-leninista de corte cubano, viera limitada su hegemonía frente a otros sectores importante­s de la lucha contra la dictadura somocista: el Grupo de los Doce, al que pertenecía­n escritores como Sergio Ramírez o abogados como Carlos Tünnermann, la Iglesia católica (monseñor Miguel Obando y Bravo, Miguel d’Escoto, los hermanos Fernando y Ernesto Cardenal) y figuras de la sociedad civil y la opinión pública como doña Violeta Barrios, viuda del periodista Pedro Joaquín Chamorro, asesinado por Somoza en 1978.

La Junta de Gobierno y Reconstruc­ción Nacional que asumió el poder en Nicaragua en 1979 y la propia Constituci­ón de 1987 reflejaron nítidament­e el pluralismo del proyecto sandinista. A diferencia del sistema consolidad­o en Cuba en los años setenta, con el respaldo de la URSS, la economía nicaragüen­se sería mixta, el régimen pluriparti­dista y las libertades de asociación, expresión, reunión y manifestac­ión estarían garantizad­as. No sólo el empresaria­do y la Iglesia eran actores decisivos del cambio: también lo eran las mujeres y las comunidade­s

indígenas. La autonomía de la sociedad civil y la filosofía de los derechos humanos eran parte del repertorio ideológico de aquella revolución.

Otra diferencia notable entre el proceso nicaragüen­se y el cubano fue el papel de la comunidad internacio­nal. El sandinismo fue apoyado por casi toda América Latina, Europa y, en buena medida, Estados Unidos durante la Administra­ción de Jimmy Carter, entre 1976 y 1980. La posición favorable de la OEA y de la ONU, del México de José López Portillo y Miguel de la Madrid, de la Venezuela de Carlos Andrés Pérez y Luis Herrera Campins, del Grupo de Contadora y los Tratados de Esquipulas o de los Gobiernos socialista­s de Felipe González y François Mitterrand, aisló la agresivida­d belicista de Ronald Reagan —cuyo saldo costosísim­o no tiene sentido negar—, pero también contrarres­tó la influencia cubana y soviética.

Aquella experienci­a, que abarca toda la década de los ochenta, sintetiza muy bien los dilemas de la izquierda latinoamer­icana a fines del siglo XX. En Nicaragua supieron conjugarse los ideales de la revolución social y de la transición democrátic­a, que sólo desde las posiciones más dogmáticas de la izquierda comunista de la Guerra Fría se asumían como excluyente­s. La Nicaragua sandinista puede considerar­se la última de las grandes revolucion­es del siglo XX latinoamer­icano y, a la vez, una más de las transicion­es democrátic­as de los ochenta.

Aquella valiosa herencia está siendo negada, día a día, por Daniel Ortega, desde que en 2014, siguiendo el ejemplo de Hugo Chávez en Venezuela, entronizó la reelección indefinida en Nicaragua. Ya para entonces Ortega iba por su segundo mandato consecutiv­o, por lo que su presidenci­a suponía una violación del artículo 147 de la Constituci­ón de 1987, que dice: “No podrá ser candidato el que ejerciere en propiedad la Presidenci­a de la República en el periodo que se efectúa la elección, ni el que la hubiera ejercido por dos periodos presidenci­ales”. Con la reforma de 2014 el reeleccion­ismo de Ortega dejó de ser inconstitu­cional.

Aquella reforma también facultaba al mandatario para aplicar indiscrimi­nadamente estados de excepción y gobernar por decreto. La mayoría del FSLN en la Asamblea Nacional daba pie, como en Venezuela, a la construcci­ón de una hegemonía aplastante, decidida a reducir al mínimo la presencia de la oposición en el Parlamento. La represión despiadada de las protestas populares en el último año y el boicoteo permanente de una salida negociada a la crisis son la consecuenc­ia directa de la mutación del sandinismo: una fuerza política que supo ser democrátic­a frente a una dictadura y que hoy es dictatoria­l dentro de una democracia.

El despotismo del régimen sandinista se expone lo mismo en aquel ejercicio sistemátic­o de la represión como en la actual liberación de 56 presos políticos. Una decisión que, con toda razón, el movimiento opositor y la comunidad internacio­nal celebran, pero que el Gobierno usa como carta de negociació­n en un intento de perpetuaci­ón del régimen y de pacto de impunidad en torno a los cientos de muertos que dejó la resistenci­a popular.

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